La primera escena de la obra despeja la primera de las incógnitas: hay química entre ellos, por suerte, ya que ambos conforman la totalidad del elenco de actores de la función. El destino cruza los caminos de Luis y Sandra en el aeropuerto de Barajas rumbo a Nueva York. Él, un prometedor relaciones públicas de un afamado jugador español de baloncesto que triunfa en la NBA. Ella, una frustrada funcionaria que decide tomarse un año sabático para viajar a la ciudad donde todo parece posible. Y el principio del fin, un sorbo de güisqui que él le ofrece a ella con el fin de no ser un bebedor solitario y bajo la quimérica premisa de que «la gente que no bebe, es que no tiene nada que celebrar». A partir de ahí, un carrusel de acontecimientos que abocará a la tragedia a un triángulo amoroso dominado por la omnipresente botella de alcohol: un intenso enamoramiento, el nacimiento de un hijo, irreales momentos de euforia, incomunicación, peleas, reconciliaciones… y una resaca perenne que acabará por enfrentarles a una dramática realidad. Luis será el primero en reaccionar, pero será demasiado tarde para Sandra.
Aunque la adaptación española de ‘Días de vino y rosas’ resulta creíble (a lo que contribuye una acertada selección musical) y tanto Carmelo Gómez como Silvia Abascal transmiten con acierto unas emociones que oscilan entre la comedia y el drama, es cierto que no alcanzan la intensidad de Jack Lemmon y Lee Remick en la gran pantalla. Además, la función flaquea en su puesta en escena a causa del limitado elenco, un hecho que también condiciona la profundidad psicológica de unos personajes que piden la réplica, por ejemplo, de los amigos a los que se refieren constantemente o del supuestamente odioso jefe de él. Aun así, la función logra conmover al espectador y probablemente a más de uno (como le ha sucedido al propio Carmelo Gómez) le hará replantearse el riesgo de abusar del alcohol como nexo de relación social.