Además, Saramago quizá sea uno de los héroes literarios contemporáneos más conocidos y queridos. Ganador del Premio Nobel en 1998 siempre estuvo marcado por una infancia humilde en un pueblo cercano a Lisboa y por una adolescencia en la que iba del trabajo (dejó la escuela para trabajar y ayudar en casa) a la biblioteca pública. Y en parte gracias a sus orígenes y a su vocación prácticamente autodidacta, Saramago se convirtió en un reputado novelista, poeta y periodista que ha emocionado a medio mundo con una de sus obras cumbre: ‘Ensayo sobre la ceguera’.
Muchos coincidirán en que ‘Ensayo sobre la ceguera’ debería ser lectura obligatoria en todos los colegios. De prosa urgente, kilométrica y cuidada, narra una historia fantasiosa y metafórica a partes iguales, una historia por la que es difícil no sentirse atraído y oprimido. Pero además de ser un enorme literato, Saramago utilizó su retórica con maestría para exigir más y mejores políticas sociales, criticando a políticos (Berlusconi solía estar en su punto de mira) y a sistemas con los que nunca llegó a comulgar del todo.
Convertido en mito, Saramago se marchó de su país para instalarse en España tras la negativa del país luso de presentar uno de sus libros, ‘El Evangelio según Jesucristo’, al Premio Literario Europeo. No en vano, sus peleas con la jerarquía católica siempre han sido sonadas, tras la publicación de muchos de sus libros, críticos con algunos sectores de la Iglesia.
Sin embargo -y nos vais a permitir la nota cursi- lo que quedará de Saramago es su extensa obra, su locuaz forma de hablar y el vacío de haber perdido a uno de nuestros intelectuales contemporáneos más brillantes.