Y es que ‘Cisne negro’ parte del guion más mediocre de la carrera del director neoyorquino. Una trama llena de tópicos sobre el competitivo mundo de los espectáculos escénicos y plagada de personajes estereotipados al máximo: la protagonista con talento pero insegura, la rival que amenaza su puesto, el director perfeccionista que las exprime, la antigua diva incapaz de asumir su decadencia, la madre represora… Una historia vista una y mil veces, desde ‘Fama’ (1980) a ‘Showgirls’ (1995), pasando por ‘Eva al desnudo’ (1950).
¿Por qué, entonces, ‘Cisne negro’ resulta una película tan fascinante? Porque, al igual que el coreógrafo protagonista -y directores como Hitchcock, Brian de Palma o Dario Argento, para ir del más prestigioso al más vilipendiado- Aronofsky logra trascender esos materiales de derribo gracias a una inspiradísima labor de puesta en escena. Como pasaba en su mejor película, ‘Réquiem por un sueño’ (2000), lo importante no es lo que cuenta sino cómo lo cuenta. En ‘Cisne negro’ el director decide contar la película a través de la mirada de la protagonista, pegando la cámara al cuerpo doliente de Natalie Portman para que veamos a través de sus ojos, de su mente trastornada. Los lugares que habita el personaje de Nina, su casa y el teatro principalmente, son espacios físicos pero también mentales. No vemos la realidad, sino su realidad.
Esa elección del punto de vista es lo que hace de la visión de ‘Cisne negro’ una experiencia tan sobrecogedora. Aronofsky, junto a una excepcional Natalie Portman en el mejor papel de su carrera, consiguen que vivamos la progresiva degradación de la protagonista con una intensidad fuera de lo común. Somos su cuerpo, que cruje y grita, y somos su mente, fracturada y enferma. Sufrimos casi físicamente la ansiedad y el dolor de un personaje, mezcla explosiva entre Carrie -madre posesiva incluida- y la Carole de ‘Repulsión’ (1965), en pleno proceso de autodestrucción, de caída en el abismo de su propia obsesión. 9.