‘La piel que habito’

Quitarse la piel y ser capaz de que el esqueleto, la esencia de la forma, sea más explícito que la desnudez más directa. Permitirse el lujo de dejar de ser siendo más que nunca. Romper el pasado, o mejor dicho, quemarlo como el personaje de Marilia en una hoguera con la que descubrir que no basta con dejar atrás adornos, excesos y artificios para escapar de tu vida. Convertirse en adulto sin llorar por la infancia perdida…


Si las películas fueran años, con ‘La piel que habito’, la 18º de su filmografía, Almodóvar alcanzaría la mayoría de edad haciendo lo que cualquiera: explorando lo que hasta entonces la fecha de nacimiento del DNI nos prohibía. Claro que siempre hubo padres que se negaron a que su niño creciera, y por eso, con esta revolución al revés con alma de terror firmado por Hitchcock, parte del público habitual de Pedro va a quedarse frío con un largometraje que añade a su universo adjetivos hasta ahora impensables como «austero» y «contenido». Decepcionados sin ser conscientes de que, precisamente, son esos adjetivos los que hacen especial a esta película en la que, al que esto escribe, le costó encontrar los momentos de humor involuntario que tanto dieron que hablar en su estreno mundial en Cannes.

El mejor ejemplo de cómo lo serio por fin le funciona a Pedro después de fiascos como ‘Carne Trémula’ o ‘La mala educación’ lo encontramos, sorpresa, en Antonio Banderas, actor histriónico por naturaleza que, como le ocurre a Penélope Cruz cada vez que se pone a las órdenes del manchego, encuentra en Almodóvar el catalizador necesario para sacar de dentro aquello que Hollywood le niega. Su Doctor Ledgard asusta y conmueve, es un robot sin muecas al que sí, cuesta creer cuando se pone científico, pero termina por llegar porque su tormento, la motivación de su amoral obra, recuerda por momentos al Ricky de ‘Átame’ pero en versión maryshellyana.

Más complicado de clasificar resulta el trabajo de Elena Anaya, la mujer que más guapa ha fotografiado el director en una película. Claro que nada más injusto que quedarse en la superficie de la actriz palentina, que poco tenía ya que demostrar sobre su valía. Anaya sostiene con soberbia sobre los hombros de su Vera enjaulada el peso de un personaje, con secreto a voces incluido, que no por haber sido destripado por varios medios quita mérito y sorpresa al resultado final del filme, en el que, como viene siendo habitual desde sus inicios, los satélites secundarios que acompañan a las estrellas brillan con intensidad propia.

La mejor, Marisa Paredes como la sumisa Marilia, menos Huma Rojo y Becky del Páramo que nunca, que tiene la suerte de soltar uno de esos largos monólogos explicativos marca de la casa que, por suerte, está más cerca de Carmen Maura al final de ‘Volver’ que de Blanca Portillo, gin tonic en mano, en ‘Los abrazos rotos’. Un irreconocible Roberto Álamo disfrazado de tigre, Jan Cornet con el mérito de ser uno de los pocos jóvenes actores que no chirrían en la filmografía de Pedro, y sobre todo el dúo de Barbara Lennie y Susi Sánchez en la tienda de ropa vintage completan el conjunto de no estrellados en el que, esta vez, no se puede incluir a Blanca Suárez por irreal ni a Eduard Fernández, por repetitivo. Cosas que pasan.

Mucho mienten los que dicen que ‘La piel que habito’ es una rara avis en la historia del Pedro cineasta. Los colores omnipresentes en su paleta (células rojas sobre un fondo azul al microscopio), el uso de los objetos cotidianos como correlato que tan bien explotó en ‘Mujeres’ (imposible no sobrecogerse con Vera aspirando compulsivamente los pedazos de vestido rotos acompañada por los violines, igual de desgarrados, de la banda sonora de Alberto Iglesias), las autorreferecias (atentos al homenaje a la mejor secuencia de ‘Kika’), la utilización narrativa de recursos malditos como el flashback, la obligada pero divertida inclusión con calzador de su hermano Agustín, el vestuario de Jean Paul Gaultier… ¿Estamos o no ante una película más Almodóvar que nunca? Catalogarla como su gran obra maestra dependerá del gusto de cada uno. Yo no diría tanto, pero cuando se reposa y se oxigena la experiencia vívida, cerca se queda. 8.

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