Con ‘El árbol de la vida’, Malick sigue el camino emprendido en ‘La delgada línea roja’ y continuado en ‘El nuevo mundo’. Un cine flotante, suspendido, que se aleja de la narrativa tradicional y se acerca a una concepción poética del relato. Un cine (des)articulado sobre la memoria, sobre los recuerdos fragmentarios que Malick evoca tiñéndolos de nostalgia (al igual que el personaje de Jack, el director creció en Texas y sufrió la pérdida temprana de un hermano). Un drama familiar que le sirve al cineasta para articular una poderosa disertación sobre la (mala) educación y los desajustes y tensiones emocionales derivados de una incipiente (a)moral capitalista.
Por debajo (y a veces por encima) de esta principal línea narrativa, se expande como un big bang un discurso panteísta que parte del origen del universo, transita por el comienzo de la vida en la Tierra (dinosaurios incluidos) y acaba en un paraíso espiritual, un espacio de amor cósmico donde encontrar mercromina para las heridas existenciales. Es aquí donde el director despliega todo su arsenal expresivo, creando una sobrecogedora sinfonía audiovisual capaz de convertir una herramienta como la steadycam en algo así como la mirada de Dios.
Como arriesgado ejercicio de funambulismo, Malick es capaz de lo peor y, sobre todo, de lo mejor. De filmar un final como si de un spot de Isabel Coixet se tratara, y, por el contrario, de rodar la primera hora de cine más hermosa, intensa y emocionante de los últimos tiempos. 8.