Adiós a Chavela Vargas

María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano, ese era el nombre real de Chavela Vargas, nacida en Costa Rica en 1919 aunque en realidad todos hayamos creído en algún momento que era mexicana. En realidad, a todos los efectos lo era, no solo porque residiera la mayor parte de su vida allí o porque tuviera esa nacionalidad, sino porque ha representado como nadie la cultura del país norteamericano en las cinco últimas décadas. Y, lo más importante, lo seguirá haciendo por muchas décadas más.

Puede que muchos jóvenes no comprendan cuál era el valor de esa señora que, al fin y al cabo, no hacía otra cosa que cantar las rancheras (y los boleros y los corridos) de otros. Para eso hay que detenerse en dos cosas. La primera, y más importante, en su manera de interpretar un género que supone a México lo que aquí en España suponen el torero y la bata de cola: lo kitsch y el estereotipo. Chavela no cantaba luciendo un chorro de voz de semibarítono, ni se acompañaba de un gran mariachi. La Chamana, como se la conocía, relataba las grandísimas canciones que le cedió el gran José Alfredo Jiménez con una fuerza dolorosa que empequeñece al oyente, jugando a arrullarnos para más tarde estallar con el desgarro de su voz y unos silencios aplastantes, siempre con un trasfondo musical mínimo, de apenas una o dos guitarras, que creaban una conexión necesaria con el blues que nació unos cientos de kilómetros al norte de su tierra de adopción.

La segunda, el carácter simbólico de su figura, que escandalizó a los pacatos cantando desafiante las apasionadas letras de José Alfredo en primera persona masculina, bebiendo y fumando como el que más, vestida con camisa negra y pantalones debajo de ese característico poncho rojo y, siempre, el pelo corto o recogido. Su evidente homosexualidad. Formó parte de la bohemia mexicana de los 50 y 60 en la que participaron Diego Rivera, Frida Kahlo (de la que dicen que fue amante), Agustín Lara y Juan Rulfo. Artistas superdotados y genuinos que no podían tener cabida en nuestro entonces esquelético y triste país, si no era de forma clandestina.

Y por eso, aunque Joaquín Sabina, Ana Belén y Víctor Manuel ya hubieran declarado su profunda admiración por ella, tuvo Chavela que esperar a que Almodóvar, con el que estableció un vínculo casi familiar y que tan pendiente estuvo de ella en sus últimos días, se valiera del poder de ‘Somos’ (en ‘Carne Trémula‘) y ‘Piensa en mi’ (en ‘Tacones lejanos’, que aunque fue cantada por Luz, era exactamente la versión de la Vargas) la elevara a la altura de icono y la procurara el reconocimiento que siempre mereció aquí y allá. Publicó su primer disco en 1961 y vivió dos décadas al límite, hasta finales de los 70, cuando su adicción al alcohol la obligó a parar. Pero, como demostró hace semanas en su visita a Madrid, era difícil acabar con ella y aun con más de nueve décadas cumplidas se subió a un escenario, para presentar ‘La luna grande‘, su nuevo disco. Eso la obligó a ingresar durante varios días en un hospital, pero no impidió que regresara a morir a México.

Posiblemente, los más jóvenes o las próximas generaciones sean incapaces de llegar a comprender lo importante que ha sido la figura de Chavela desde un punto de vista icónico por carecer de perspectiva histórica. Pero igual de seguro parece que cualquiera que se exponga a su manera brutal y dulce a la vez de explicar los tremendos dramas de ‘La llorona’, ‘Macorina’ o ‘Juan Charrasqueado’ quedará hechizado por La Chamana.

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Publicado por
Raúl Guillén