Un camino de ida y vuelta por el que también se cuela la propia canción. El director canadiense se permite el anacronismo de situar en los 60 el origen del tema de Matthew Herbert, compuesto en realidad en 2001. Una bella licencia poética que permite a ‘Café de Flore’ viajar en el tiempo hasta situarse en el mismo lugar que evoca: el París sesentero, cuando la nouvelle vague “tomó” la famosa brasserie de Saint Germain.
Pink Floyd y Sigur Rós completan una playlist confeccionada por el director con tanto entusiasmo que, al contrario de lo habitual, terminó escribiendo las escenas de la película en función de las canciones elegidas. Supeditar la escritura a la música puede estar entre las razones por las cuales Jean-Marc Vallée ha sido incapaz de hilvanar las dos historias de una manera satisfactoria. A pesar de un sugestivo montaje -donde la (i)lógica de los recuerdos se impone a la coherencia narrativa- y el comentado adhesivo musical, en ningún momento tenemos la sensación de que las dos tramas estén conectadas. Al contrario. La impresión es la de estar viendo dos (buenas) películas en una. Como el que hace zapping por dos canales de televisión cuando en uno empiezan los anuncios.
A la espera de su próximo trabajo, ‘The Dallas Buyer’s Club’, un biopic sobre un electricista enfermo de sida que se sometió a un experimental tratamiento con drogas y acabó traficando con ellas, ‘Café de Flore’ aparece como una estimulante rareza dentro de su ecléctica filmografía, un sorprendente viaje espiritual sobre la capacidad del amor para curar, pero también para destruir. 7.