Qué distinto sería todo si la calidad y no la velocidad fuera la responsable de hacernos ganar o perder una carrera. Pero de momento lo segundo es lo que predomina en una industria tan grande y lenta que permite que una idea tarde más de 5 años en hacerse imagen proyectada.
Justo lo que le ha ocurrido a esta ‘Blancanieves’ muda que, calidades aparte, llega a la cartelera con la mala suerte no solo de estrenarse apenas unos meses después de la confirmación mundial en los Oscar del fenómeno mundial de ‘The Artist’, sino de suponer además la tercera revisitación fílmica del famoso cuento en lo que llevamos de año.
Y todos sabemos que el público, como masa, es muy puñetero. Lo suficiente al menos como para no atender a razones y relegar al ostracismo esta arriesgada apuesta creyendo que se mueve a rebufo de éxitos anteriores. No les intentes explicar el via crucis que Berger ha tenido que sufrir para sacar el filme adelante. Buena o mala, esta Blancanieves llega la última, y eso ya supone una sentencia casi antes de sentarse en la butaca.
Claro que más complicado es engañar a ese yo irracional que se deja llevar por la emoción y que no hace caso a explicaciones de odiseas ajenas. Después de la declaración de amor al cine clásico de Hazanivicius, el factor sorpresa del cine mudo en el siglo XXI está perdido, ese mismo factor sorpresa por el que la propuesta del francés podía permitirse el lujo de apelar a las emociones más básicas y facilonas de esta Blancanieves tan racial como oscura que ahora necesita de un esfuerzo extra por parte del espectador para olvidarse del experimento y meterse sin complejos en una historia que de cuento para niños tiene poco.
Y es que en el metraje de esta película nada, a excepción de algunas sobreactuaciones de la Verdú, sobra. Quizás los menos amigos del folklore como tal sufran alguna convulsión ante tanto Sur concentrado en la pantalla. Nada comparado a la extraña sensación de salir del cine entendiendo por qué los muertos lloran. 8.