Vaya esto por todos aquellos que se van a quejar aquí, o que ya lo han hecho en otros sitios, de posibles spoilers que no son tal. Y es que las películas basadas en historias reales como ‘Lo imposible’, al igual que ‘127 horas’ o, que sé yo, ‘Titanic’, juegan con la ventaja de que la mayoría de espectadores, al menos los que viven en este mundo, ya saben qué va a pasar antes de pagar la entrada.
Lo digo bien, ventaja. Porque si algo da más miedo que no ser consciente de tu destino es conocerlo sin tener seguridad de cuándo va a ocurrir. Y a eso es a lo que juega el director de ‘El orfanato’ con este trabajo, que comienza ruidoso y a oscuras, totalmente ciego, para que la propia imaginación sea la que administre la tensión que te mantiene alerta durante la aparente calma que reina en la sala hasta que la ola hace su acto de presencia.
Una devastadora corriente de agua que, como aquella que llegó sin avisar un 26 de diciembre de 2004, apenas te deja tiempo para pensar y te obliga a moverte por reacciones. Incluso a sufrir físicamente.
Se habla constantemente de que ‘Lo imposible’ es una película rodada para hacerte llorar de una manera tan matemática que consigue el efecto contrario. Pero eso llega cuando el agua se retira. Hasta entonces, cada trago, cada golpe y cada grito de los protagonistas de esta odisea duelen tan de verdad que las manos se te van a cada una de sus heridas. Lástima que lo que comienza con semejante brutalidad poco a poco se vaya desdibujando hacia una historia tan pegada a la realidad que la emoción y la atención se pierden como sus protagonistas.
Que sí, que hay que alabar la elección del equipo de Bayona de no querer añadir nada a las vivencias de la familia que inspiró la película, de permanecer en todo momento pegados al plano de la verdad. Pero por desgracia, como demuestra la teoría del valle inquietante, la ficción que imita la realidad sin ser perfecta provoca el rechazo como respuesta.
Reconozco que de ‘Lo imposible’ no sales decepcionado. No al menos después de descubrir el talento, no ya una vez más el de Naomi Watts, responsable de ese dolor físico del que hablábamos antes; o el de Ewan McGregor, cuyo llanto después de hablar por el móvil es lo único que realmente te remueve las tripas; sino el del joven Tom Holland, la gran sorpresa de la película.
Llámalo emoción, llámalo carnaza o llámalo como quieras, pero el sentimiento de vacío cuando te levantas de la butaca ahí se te queda. 6.