Lo último de Spielberg y el guionista Tony Kushner, que ya hicieron juntos la sobresaliente ‘Munich’ (2005), es principalmente un lúcido análisis de los procesos políticos que hicieron posible la abolición de la esclavitud mediante la aprobación de la decimotercera enmienda a la Constitución. Una didáctica, minuciosa y, en ocasiones, algo farragosa descripción de los tejemanejes que se producen en la trastienda de la política. Casi un thriller de despachos donde la acción se sitúa entre cuatro paredes, en medio de las batallas dialécticas entre los políticos, en sus intentos de coaccionar, intimidar, chantajear o comprar votos.
También es un retrato del presidente más reverenciado de la historia de los Estados Unidos. Spielberg, con la ayuda de un contenido y extraordinario Daniel Day-Lewis, presenta a un Lincoln no demasiado mitificado. Un hombre cansado y envejecido, de una gran determinación, con sentido del humor, muy elocuente, más hábil en los despachos que en casa con su familia, y capaz de justificar la corrupción de un proceso como medio para conseguir un fin más elevado.
Y, por último, ‘Lincoln’ es un elogio del fuera de campo. El final de la guerra está contado casi exclusivamente fuera del plano, por medio de la noticias que llegan desde el frente. Es una guerra vislumbrada. Solo vemos las consecuencias, las sombras: los heridos, los muertos, el estado de ánimo de los que la sufren. Incluso el gran momento de la biografía de Lincoln, su asesinato, está narrado de forma elíptica.
Acostumbrados a los excesos melodramáticos de su director –aunque aquí se permita “esa miradita” final del criado negro-, ‘Lincoln’ resulta casi chocante dentro de su filmografía (sobre todo si la comparamos con sus otros dos acercamientos a la esclavitud y los derechos de la población negra: ‘El color púrpura’ y ‘Amistad’). Una película con muy pocas concesiones que, por eso mismo, parece destinada a ser la gran perdedora en los próximos Oscar. 7,9.