Se abre el telón. En el escenario aparece el personaje de Oblonsky a punto de ser afeitado por un barbero. Como la navaja que esgrime Buñuel en ‘Un perro andaluz’, Wright rasga metafóricamente la ilusión del simulacro y lo artificioso se impone como arriesgada apuesta estética. Después, aparece Ana Karenina entre bambalinas poniéndose un corsé. Y el director hace lo contrario: se lo quita, se desprende de las ataduras y camina libre entre las candilejas del viejo teatro y por el universo creado por Tolstói.
Desde la apertura del telón hasta el baile, el punto más álgido del relato, la película es un continuo torrente de hallazgos visuales e imaginativas soluciones de puesta en escena. Empieza con la velocidad de un vodevil y continúa con la fluidez de una danza entre la cámara y los intérpretes. Con la llegada del baile, de prodigiosa coreografía y tensión dramática, la historia cambia de tono y emerge el drama romántico. El ritmo decrece y la narración se atasca. Pero gracias a una subtrama habitualmente despreciada en las adaptaciones, la relación entre Levin (alter ego de Tolstói) y la princesa Kitty, la película alcanza momentos –la visión del carruaje desde la pila de heno, la limpieza del enfermo- de un lirismo sobrecogedor.
‘Anna Karenina’ es casi un musical felliniano, un melodrama hiperestilizado y elíptico sobre el “teatro de las apariencias” de la aristocracia rusa que contrapone dos formas de ver el mundo, dos caminos vitales, dos maneras de amar: la trágica, artificial, urbana y decadente de Karenina, y la feliz, auténtica, campestre y vigorosa de Levin. 8,5.