Así al menos lo intenta el protagonista del filme, Marco, un ex alcohólico de 52 años que decide cambiar de vida para superar su adicción a la bebida. Para ello, y por consejo de sus terapeutas, escoge un hobby con el que mantener la cabeza ocupada, y él se decide por la pesca de tiburones en la Patagonia. Y así, desde Buenos Aires, conduce hasta aquellas tierras con la intención no sólo de cumplir su objetivo, sino de encontrarse también con su hija Ana, de la que hace años que no sabe nada.
Concisa, emotiva y por momentos casi una comedia por obra y gracia de toda la galería de secundarios no profesionales que desfilan por la película, Carlos Sorín ha conseguido con esta historia construir un retrato desolador que hurga sin recrearse en las heridas de la vida.
Para ello se sirve principalmente de la mirada triste y contenida de Alejandro Awada, único a la hora de defender desde dentro sin que se note por fuera a un personaje al que como espectador cuesta perdonar. Especialmente después de asistir a un final abierto y supuestamente feliz que te obliga a buscar la delgada línea que separa la necesidad de un perdón real del simple egoísmo personal. 7,8.