El 2008 marca una fecha en la que los españoles hemos dejado de vivir nuestras vidas para vivir un futuro incierto que nos aterroriza. Uno nada fácil y al que nadie quiere verse abocado porque, precisamente, su cara más amarga es que no existe. Que no hay futuro, que no hay vuelta atrás. La ciudadanía vive acobardada en un rincón ante la posible pérdida de un empleo, tanto que incluso es capaz de poner en entredicho las protestas de los demás aduciendo que pueden suponer la pérdida de un puesto que todavía conservan, como oro en paño.
Ese es el motivo por el que la historia de Cristina Fallarás es tan necesaria, porque se convierte en una carga de profundidad para aquellos que a final de mes respiramos aliviados al comprobar nuestra cuenta corriente. Su relato es una gigantesca bola atada a una grúa que, a cada página, choca contra todos y cada uno de los pilares de tu plan B, prácticamente reduciéndolos a cenizas y volviendo insaciable a por más.
Periodista de profesión, Fallarás no es más (ni menos) que una víctima más de esta gran crisis financiera a la que prácticamente nos hemos acostumbrado, con sus idas y venidas y con sus pésimas noticias. Y la suya es una narración incómoda que se aleja de lo que vemos de forma cotidiana en los medios de comunicación: cómo una profesional que reconoce haber ganado hasta tres mil euros limpios al mes termina sumida en la más profunda de las miserias, contada de forma literal y sin tapujos.
‘A la puta calle’ es quizá el libro que a día de hoy todos deberíamos leer. Un libro que, cual paquete de tabaco debería venir con una advertencia en negrita «Atención, el Gobierno advierte que leer este libro puede provocarle ataques de ira, rabia incontrolada y náuseas», por la capacidad que tiene para hacernos entender el alcance que tienen a día de hoy los interminables desahucios que vemos a diario por la televisión. Despídete de ese mantra que te repites desde hace años («no me va a tocar a mí, no me puede tocar a mí») y prepárate para sentir odio a cada comentario de la clase política, especialmente cuando esos ex dirigentes que se dicen de izquierdas lloriquean demagógicamente sacando a colación a sus retoños, aterrados ante la idea de un escrache, pero que nunca se han parado a apiadarse ni a pensar en las consecuencias que tiene para un menor ver cómo su familia es brutalmente expulsada de su casa. Y es que los pobres no tienen sentimientos: ese es un lujo que solo los ricos se pueden permitir. 7.