Resulta complicado, decía, porque no hay nada peor para una película que tener un director que no se atreve a tomar un camino concreto ni a defender una tesis determinada. Sí, los que se arriesgan pueden acertar o equivocarse, pero al menos lo intentan y eso es lo que cuenta.
Pero Schreier prefiere moverse en terreno acolchado para evitar darse golpes que dejen marca y el resultado de su falta de valentía ha sido un cursi telefilme repleto de estrellas de Hollywood rollo Susan Sarandon o Liv Tyler en lugar de la crítica al abandono, la reflexión sobre la memoria o el retrato de familia imperfecta que podría haber rodado con el material que tenía a su disposición.
Vale que el argumento, en esencia, es ñoño. Complicado hacer virguerías cuando se tiene como protagonista a un viejo ladrón al que sus hijos compran un robot para que le cuide pero que acaba siendo utilizado como cómplice para robar aquello que hace feliz a la bibliotecaria a la que ama en secreto. Difícil además cuando el guión viene con sorpresa final que funciona gracias al tramposo truquito de haber ocultado una información esencial para el espectador con el único objetivo de dar ese golpe de efecto. Suma y sigue.
Pero precisamente para superar esas barreras, o mejor dicho, para ocultar esos agujeros, está Frank Langella, que consigue con su interpretación darle una dimensión dramática a un filme que, de tener a otro actor en el papel principal, directamente se caería. Vamos, que estamos ante otro caso de película correcta y amable (los dos adjetivos que peor sientan a una obra) cuya existencia se justifica sólo para ver a un enorme intérprete en estado de gracia. No es la primera vez que esto pasa, ni tampoco será la última. 5