Más que a los autores arriba mencionados, a quien recuerda el universo poético, fantasioso y muy francés de Malzieu es a un cruce entre Boris Vian, el Michel Gondry de ‘La espuma de los días’ y ‘La ciencia del sueño’ (de la que el autor es fan declarado), y el Jean-Pierre Jeunet de ‘Amelie’. Pero eso sí, unos referentes que aparecen en su obra como si antes hubieran sido amasados a conciencia por las manos de la repostera Alma Obregón. Hay mucho ingenio en ‘El beso más pequeño’, cierto, pero también toneladas de azúcar.
El loro que registra y reproduce orgasmos, el baile volador bird’n’roll, los “pulmones asmáticos en Re menor” e incluso neologismos cursilones como el “esparadramor” (“cuando empezaste a despegarte de mí me dolió más que si me arrancasen la piel con un tenedor”) tienen cierta gracia y encanto naïve. Pero jugar con metáforas tan trilladas como la del “corazón roto” (“partío” hubiera sido hasta gracioso), cocinar chocolates con “sabor a beso” o ir a la “gendarmería de los sentimientos” son capaces de provocar convulsiones hiperglucémicas hasta en el lector más goloso y sensiblote.
La novela, narrada en primera persona, está protagoniza por un inventor herido de amor que se enamora de una chica muy especial: al besarla, se vuelve invisible. Después de darse “el beso más pequeño del mundo” ella desaparece. Con la ayuda de un extraño detective privado, especializado en “lo extraordinario”, se pone en marcha la búsqueda de la chica “desaparecida”. Malzieu se mueve con habilidad entre los dos mundos, el real y el fantástico. Utiliza una prosa ágil y visual con la que dar forma a una fantasía romántica muy imaginativa, a ratos sorprendente, pero también muy, muy cursi. Una novela “chocolatizada”, breve y ligera como una canción (tonti)pop, pero tan empalagosa como zamparte diez cupcakes regados con un fresissui. 6.