Alexander Payne vuelve a terreno conocido: el Medio Oeste (nació en Nebraska), la carretera (es su tercera road movie) y la familia (su tema predilecto). Y lo hace para contar la historia “verdadera” (la referencia a la película de Lynch es inevitable) de un anciano (fantástico Bruce Dern) empeñado en cumplir su último sueño: viajar de Montana a Nebraska para cobrar un supuesto premio de un millón de dólares y poder comprar una camioneta nueva. Un viaje que emprenderá en compañía de su resignado hijo (el cómico Will Forte), alter-ego del director (la película tiene una fuerte carga autobiográfica).
Como en toda road movie, el viaje es exterior y, sobre todo, interior. El exterior son las grandes llanuras del Medio Oeste americano. Un paisaje tan bello como severo, de grandes cielos nublados y vastos campos cerealistas, con pueblos de evocadora arquitectura pero arrasados por la crisis económica. Lugares donde solo quedan viejos granjeros que pasan sus días viendo pasar los pocos coches que por allí circulan, y donde la pobreza ha derivado en miseria moral. Un paisaje desolado fotografiado en un expresivo blanco y negro que añade capas de sentido a la historia. “Son tiempos de depresión, y quizá eso se filtró en la atmósfera del filme”, comentó en Cannes el director.
El viaje interior es al pasado, a la infancia y adolescencia del anciano. Una vuelta dolorosa, el reencuentro con amigos y familiares que mejor haber dejado atrás, pero necesaria para alumbrar el presente y el futuro con su hijo. Éste comprenderá mejor sus debilidades (el alcoholismo) y propiciará un progresivo acercamiento, una reconciliación que se convertirá en el motor narrativo de la película. A pesar de que el tramo final desluce un poco el conjunto -todo resulta demasiado previsible, de un “entrañable” algo mecánico- ‘Nebraska’ confirma a Alexander Payne como un director de otro tiempo, como el heredero de aquellos “artesanos” del Hollywood clásico que camuflaban su enorme talento bajo capas de sencillez, humildad y humanidad. 8,5.