Para alguien acostumbrado a los festivales españoles lo primero que llama la atención es que no se pueda comprar alcohol, lo cual era bastante paradójico dado que entre los patrocinadores se encontraban una marca de cerveza y otra de whisky. Esto es así porque gracias a eso pueden entrar menores, lo que dota al perfil del festival de un matiz familiar imposible de ver en nuestras tierras. La programación para niños en el Kidzapalooza, la multitud de talleres y actividades paralelas pensadas para los más pequeños se presentaban como un plan más que apetecible si uno quiere seguir disfrutando de la música en este tipo de entornos pero ya ha formado familia. El horario también es llamativo porque va desde el mediodía hasta las 23:30, cuando terminan los cabezas de cartel. Pero, más importante aún, hacer el evento para todos los públicos lo que consigue es que, literalmente, miles de adolescentes en grupos, chavales de 14-15 años estén en pandilla por el festival viendo los conciertos. Vista la media de edad de la mayoría de los directos (y los grupos) en España no es una reflexión al aire. En el aspecto musical la oferta era variada y heterogénea aunque de aristas muy marcadas. Se partía en tres ejes: grandes leyendas de los 90, artistas emergentes o con pocos años de carrera y artistas locales y latinoamericanos que cubrían ambos espectros.
En la jornada del sábado lo primero que destacaba en el principal escenario, el Claro Stage, era el nombre del veterano Joe Vasconcellos. Su música de fusión con toques de jazz y claramente influenciada por Brasil era una ligera puerta de entrada a lo que iba a venir. Mensajes en apoyo a la lucha de los Mapuches en la Patagonia y sobre temas de paz y hermandad no recomendados a alérgicos del buen rollo.
Tras él, en el segundo escenario en importancia, el Coca-Cola, actuarían otros clásicos de la música local, Lucybell. Como varios de los artistas del festival, sus mejores años quedaron en los 90 y en sus primeros trabajos, pero sirven para recordar que otro mainstream era posible con grupos que surgieron entonces como La Ley, con sonidos menos estandarizados que los habituales de la radiofórmula. Su pop de raíz inglesa con grandes influencias de The Cure o de Soda Stereo fue un soplo de aire fresco en sus tres primeros trabajos, para perder casi toda la inspiración después. Una banda que, artísticamente, no tiene relevancia alguna en la actualidad pero que no deja de congregar a un gran número de fans que quiere revivir parte de su excelente repertorio, como ‘Viajar’ o ‘Cuando respiro en tu boca’.
La primera banda de ámbito no latino era Capital Cities. Ray Merchant y Sebu Simonian demostraron lo que son: una versión light de Phoenix, M83 o el primer disco de MGMT. Agradeciendo en un estimable español y con fórmulas de cortesía gastadas (“sois el mejor público que hemos tenido”), el concierto no pasaba de ser una mera espera hasta que sonase ‘Safe and Sound’. Entre su repertorio estaba la espantosa versión de ‘Stayin’ Alive’ que aparece incluida en el disco para la banda sonora de ‘Dallas Buyers Club’, con la que hicieron un mash-up junto a ‘Undone’ de Weezer.
En el escenario principal estaban Cage The Elephant con los mismos males que Capital Cities: es una banda que suena a otras sin un ápice de personalidad ni sonido que pueda definirlos. Esto no tiene por qué ser una losa si se defiende con grandes canciones. Por desgracia no es su caso. Repitiendo actuación en el festival como dos años atrás pero con un estatus de estrella mayor, el concierto era un paseo por un rock tibio con ecos de envejecido brit-pop con curiosos ramalazos AORizantes por momentos. El éxito de singles como ‘Ain’t No Rest For The Wicked’ y, sobre todo, ‘Come a Little Closer’ les garantiza seguir girando como nombre de relleno en festivales de todo el mundo y que sea disfrutado por quienes busquen sustitutos a la épica de garrafón de bandas como Oasis, con un frontman que se quita la camisa a lo Iggy Pop pero con menos abdominales y hace el crowdsurfing más ridículo que recuerda este cronista (impagable momento de vergüenza ajena). Que lo disfruten otros.
Otros que buscan el rock de estadios en su directo son, sin duda, Imagine Dragons, aunque ahora más que «rock de estadios» debería decirse «rock de festivales», rock inofensivo que, sorprendentemente, ha obtenido un éxito arrollador con su disco ‘Night Visions’ entre el público indie-mainstream. En nuestro país llegó de la mano de un anuncio de cerveza con ‘On Top of the World’ y le viene bien esa definición a su música: de anuncio de cerveza (con todo lo que eso incluye). En directo se inclinan hacia un sonido mucho más rockero que electrónico y el momento más coreado vino de mano de ‘It’s Time to Begin’, más que sus mayores éxitos como ‘Demons’ o ‘Radioactive’, cumpliendo con casi un protocolo: coger una bandera de Chile de alguien del público y moverla un rato. Aunque si de banderas y símbolos se trataba, los relacionados con Venezuela, en plena crisis institucional y social, ganaron por goleada.
Triunfo entre el público del jovencísimo Jake Bugg. Relegado a un escenario secundario, aun así su música amerita otro tipo de lugar. Con el calor de media tarde, sus melosas baladas herederas de ciertos cantautores sesenteros servían de pastoral banda sonora a multitud de público que se sentó en la hierba (para eso era un parque) a hacerse carantoñas. No molestaba (a pesar de cierto tono irritante en su timbre), pero tampoco parecía el lugar para apasionar. Uno se desperezaba cuando daba un poco de energía al asunto con canciones como ‘What Doesn’t Kill You’, una de las más celebradas, o al cerrar con una de sus mejores canciones como es ‘Lighting Bolt’. Sin duda, el éxito de sus dos discos editados en un corto espacio de tiempo para lo que se estila da pistas de que sabe cómo tocar las teclas de lo que se puede esperar de él y eso es innegable. Correcto, entretenido… a revisar su setlist en formato festival. Todo lo contrario que el set que se marcaba Baauer en el escenario electrónico con música machaca que no tenía problema en hacer aparecer canciones de cheesecore. Puro y duro bakalao con sirenas y luces que hicieron bailar al numeroso público como si aquello fuera Puzzle o Barraca en los 90. Y ‘Harlem Shake’.
La parte final de la noche se inició con Phoenix. Sin demasiadas sorpresas para el que haya visto sus conciertos, al menos este show fue menos soso que el del pasado año durante el Primavera Sound. Si uno no conoce a la banda sería difícil apasionarse con ella si el primer contacto es su directo. Se esfuerzan y cada vez van mejorando (lo que ya es decir en una banda con tantos años de carrera), pero sus shows quedan a años luz de lo que sus brillantísimas canciones demandan.
Otra triunfadora fue Natalia Lafourcade. Emocionadísima por su debut en Chile, repasó con profusión su homenaje al cancionero de Agustín Lara acompañada de una maravillosa banda y con colaboraciones vocales de Gepe y Meme de Café Tacvba. También hubo recuperaciones puntuales de su discografía anterior como ‘En el 2000’ o ‘Ella es bonita’ en un concierto que fue un chute de felicidad para todos los asistentes. Enorme esta chica tan pequeña.
Portugal The Man cayó en los mismos tópicos, falta de personalidad y defectos que Cage The Elephant. Un show plano y difícilmente apasionante en el que -resulta sintomático- lo más celebrado fue su versión de ‘Another Brick in the Wall’. Si hablamos de personalidad, esa le sobra a Johnny Marr. O, al menos, se le supone. Pero su concierto naufragó sin remedio quizá maldito de antemano. Con un repertorio en el que la mitad de los temas eran de The Smiths, uno parecía estar ante una banda tributo a los de Manchester. Pero no una de las mejores sino una regular. Ni siquiera se intuía que estábamos ante uno de los guitarristas más imaginativos de la historia del pop. No debe de confiar en su propio repertorio actual porque, además de las canciones de su anterior banda y ‘Getting Away With It’ de Electronic (sin Bernard Sumner a pesar de estar por allí), interpretó una versión del clásico popularizado por Bobby Fuller Four ‘I Fought the Law’. Las canciones propias sonaban a que podrían haber estado en los últimos discos de Oasis. Así de triste.
Frente a esa frescura está la pochez de unos Pixies convertidos en todo lo que juraron no ser. Con un repertorio menos divertido que en las pasadas giras, por tener que sacar algunos clásicos para meter sus menos que discretas nuevas canciones, lo suyo suena a comida rápida: te satisface en el momento y, al cabo de un rato, comienza a sentarte mal. ¿Entretenido? Sí, pero los Pixies no estaban en la liga de ser entretenidos.
Lo de New Order da para una reflexión aparte. Probablemente el grupo más relevante del festival junto a Pixies en una visión historiográfica, dieron un sensacional espectáculo a nivel visual y musical paseando por una discografía perfecta hasta ‘Republic’ y luego con aciertos puntuales. Pero, ay, cuando esa música perfectamente ejecutada entraba en contacto con la voz de Sumner, aquello era un naufragio. Si su voz siempre resultó cálida como un abrazo lo que tiene ahora es doloroso como un puñetazo. Resultaba ciertamente doloroso verle intentar aguantar, sin capacidad vocal, incluso dejando momentos en los que estaba absolutamente ahogado y donde ni se le distinguía registro vocal alguno (especialmente triste ‘The Perfect Kiss’). El final, recordando a Joy Division en una desdibujada versión de ‘Love Will Tear Us Apart’ sólo sumaba rabia como desenlace. Todos queremos ver a leyendas de la música en vivo pero, aunque cosas como esta dejen intacto un legado inmarchitable, no deja de resultar penoso.
Un poco de eso también se vio en el concierto de cierre con Soundgarden. Extraña decisión como gran cabeza de cartel del festival para un grupo que ni fue de lo mejor de su generación y al que el tiempo sólo parece empequeñecer su legado. La escasa afluencia de público para el supuesto momento más importante del evento ratificó esa sensación.
Agradecer a la excelente organización del festival (en este aspecto extraordinario) y a Jaime Guerrero y Julieta Gracia en la ayuda de la elaboración de este artículo.