‘El viento se levanta’ está articulada por medio de dos líneas narrativas. La primera y principal, relata la vida de Jiro Horikoshi, el célebre ingeniero aeronáutico que diseñó el avión de combate Zero (usado al final de la guerra por los kamikazes). Una biografía que el director mezcla con otra, la de Tatsuo Hori, el autor de la novela en la que se basa la película. Estamos ante un biopic híbrido, narrado de forma eficaz aunque algo convencional, que levanta el vuelo gracias a escenas de gran impacto audiovisual como el terremoto de Kanto (sonorizado con unas estremecedoras voces humanas) y de unas fabulosas secuencias oníricas que nos recuerdan que estamos ante el autor de joyas de la imaginación y la fantasía como ‘El viaje de Chihiro’ (2001).
La segunda línea narrativa, que se desliza entre la primera como el viento del título hasta crear un vendaval de emociones, cuenta la conmovedora historia de amor entre Horikoshi y una joven enferma de tuberculosis. Un intenso y evocador melodrama, con ecos de ‘La montaña mágica’ de Thomas Mann, que constituye toda una sorpresa en la filmografía del maestro japonés: Miyazaki como inesperado poeta de la tragedia romántica.
“¡El viento se levanta!… ¡Debemos aprender a vivir!”. Con esta cita de Paul Valery, perteneciente al poema ‘El cementerio marino’, comienza ‘El viento se levanta’. Unos versos que sobrevuelan, como un leitmotiv visual, durante toda la película, y que le sirven al director como metáfora del idealismo que mueve al ingeniero, de sus sueños de “levantarse con el viento”. Y es que, al final, ni Nausicaä, ni Chihiro, ni Horikoshi. El verdadero protagonista de las película de Miyazaki no es una persona, sino un sentimiento: las ansias de volar. 8,5.