A pesar de que hasta ahora Chazelle ha destacado más en su faceta de guionista, no es precisamente el guión lo que más sobresale de ‘Whiplash’. La historia sobre las relaciones entre el alumno de una escuela de música y su maestro en un mundo ultracompetitivo está más gastada que las aceras de la Gran Vía. A pesar de las buenas interpretaciones de Miles Teller (a quien ya habíamos echado el ojo en ‘The Spectacular Now‘) y, sobre todo, de J.K. Simmons (el jefe de Peter Parker en los ‘Spider-Man’ de Sam Raimi), los personajes acaban resultando demasiado estereotipados, casi una caricatura de sí mismos. Sobre todo el profesor, una versión divertida pero muy fuera de tono del despiadado sargento de ‘La chaqueta metálica’.
Pero donde de verdad da la nota el director, donde demuestra su «habilidad», es en la manera que tiene de transmitir lo que significa la pasión por una disciplina artística (la música, la batería) y en cómo ésta se puede convertir en una obsesión tan peligrosa como maravillosa. Peligrosa para la estabilidad emocional del músico, capaz de sacrificar todo, incluido el amor, por conseguir su meta: ser el mejor. Maravillosa para el público que asiste admirado a ese momento sublime donde el artista, en pleno éxtasis, es capaz de ofrecer lo mejor de sí mismo.
Chazelle rueda su película como si tocara la batería: con una fuerza expresiva y una potencia narrativa arrolladora, rabiosa. Con afán casi terapéutico, el director muestra el conservatorio como una cámara de torturas psicológicas, y el proceso creativo como un angustioso y lacerante via crucis, un camino lleno de sacrificios y humillaciones. ‘Whiplash’ no es una película sobre música, sino sobre la disciplina musical. No existe el placer ni la inspiración: existe el dolor y el trabajo extenuante. O el rock. 8,5.