La primera hora de esta revisión furiosa e hipervitaminada de ‘Mad Max 2: El Guerrero de la Carretera’ (1981) es felicidad concentrada, puro placer cinético capaz de arrancar aplausos en mitad de su presentación en Cannes. Es el ideal que proclamaban las vanguardias artísticas: cine sin servidumbres narrativas, puro, absoluto, poético, musical, veloz, arrebatador. Una persecución sin fin, plagada de imágenes inolvidables (desde la primera mirada al retrovisor de una magnética Charlize Theron hasta la entrada en la tormenta de arena y la bellísima secuencia nocturna), que, como el propio director ha declarado, traslada la sintaxis del blockbuster a los orígenes del cine, a los Keystone Cops de Mack Sennett.
‘Mad Max: Furia en la carretera’ es mejor cuanto menos cuenta. Desde que aparecen las ancianas guerrilleras y la película se ve atravesada por un discurso feminista, la lucha de un enérgico y luminoso matriarcado contra un decadente y deforme patriarcado, el filme pierde algo de fuerza, se cala dos o tres veces. Pero cuando la carrera continúa, cuando rugen de nuevo los motores, retumban los disparos y atrona la guitarra lanzallamas, la diversión se acelera y no frena hasta el final.
Pero esta no es una película atolondrada. Miller no confunde la velocidad con el descontrol ni enmascara la falta de talento coreográfico con un montaje de cien primeros planos por minuto. ‘Mad Max: Furia en la carretera’ es de una precisión y claridad expositiva asombrosa. No juega a la confusión. Aquí se ve todo. Es un armonioso caos de planos medios que duran lo suficiente como para transmitir eso que lo digital parece haber eliminado: la sensación de realidad. Ya hay secuela anunciada: ‘Mad Max: The Wasteland’. Cuento las horas… 9.