Pero eso no significa que no haya reflexiones que realizar y dos han sido habituales en las últimas semanas: en primer lugar la crueldad de los jueces, sobre todo en el episodio #Leóncomegamba, donde un pobre post-adolescente de nombre Alberto y futuro cuestionable en el mundo de la Medicina fue expulsado de manera fulminante y humillante, inspirando un mar de lágrimas y una canción muy naíf y pegadiza de Macarena FVO…
… y en segundo, la insólita torpeza culinaria de su cásting. No estoy entre los que creen que el jurado sea cruel. Su severidad teatral ha sido siempre el 90% de la gracia del programa y el formato hace aguas cuando se pasan de campechanos o buenrolleros. Para eso ya está ‘Masterchef Junior’ en Navidad. Sin embargo, sí que no se entiende cómo es que de los miles de personas que se presentan, se escoja a 15 candidatos con tan pocas dotes para la cocina como se ha visto en el programa. Hemos visto a Kevin reconociendo que nunca había realizado un guiso (?), a Encina que ella no estaba a su edad para aprender o cambiar su manera de pensar (?), a Lidia que como nutricionista no iba a aplicar nada de lo aprendido en Masterchef (?), o a Mila volviendo repescada sin cambiar ni uno solo de sus tics (?). ¿Es tan chungo encontrar aficionados que sí sepan cocinar alimentos del tipo pollo y estén dispuestos a aprender, capaces de superar una triste prueba de cámara en la época de los selfies?
Mis sentimientos son, en cualquier caso, encontrados, pues, al sacrificar a los buenos cocineros en favor de los personajes, ‘Masterchef’ ha vuelto a dejarnos momentos hilarantes: Mila haciendo el pino a los 58 años ante la mirada de estupor de sus compañeros antes de engancharse como una lapa a los brazos de Pepe, Encina corriéndose viva al probar por primera vez el atún crudo, Alberto ofreciendo el mayor viral de la historia del concurso, Pablo corriendo como un pollo sin cabeza por la cocina sin hacer nada como en un gag que fue puro hermanos Marx… Además, en la búsqueda del espectáculo de ‘Masterchef’, casi por accidente, sí hemos visto evolucionar a Lidia, la nutricionista asocial; a Kevin, el modelo escogido este año para aparecer en paños menores; y sobre todo a Andreíta, una Fresita de la vida como salida de una canción del primer disco de La Casa Azul, primero irritante y al final totalmente enternecedora.
Pero estaba demasiado claro desde el tercer programa que la final la protagonizarían Sally, auxiliar de óptica con estudios gastronómicos ya realizados, de una ambición y competitividad tamaño culebrón venezolano; y Carlos, vendedor ambulante incapaz de expresarse más allá de unos «toma ya» y «lo rica que estás», que se ha ganado el corazón de todos gracias a su sonrisa y buen humor permanentes y creatividad en la cocina. Su riesgo en los platos finales le dieron la victoria para asombro de la pijísima Samantha, que jamás entendió de dónde podían salir su finura e inspiración, y a la que por cierto, vendría bien más protagonismo teniendo en cuenta el volumen de sus broncas cuando alguien se equivoca… ¡contando! Puro «¿Dónde lo has puesto?» chuslampreaviano.
Más momentos, pues, para el recuerdo, en esta tercera edición a la que también puede reprocharse haber acabado antes que otros años cuando más interesante se ponía (en 2014 terminó en la segunda quincena de julio), pero alargándose cada día hasta mucho más tarde (entre 1.00 y 1.30 de la mañana). Lo de que dejen de contarnos que la jet set es lo más suculento del país en lugar de lo más casposo (vaya horterada de restaurante, el Sublimotion de los 1700 euros por plato) lo dejamos por imposible. 8.