La generación «redes sociales» ha cuestionado todo, hasta los Beatles. Pero rara vez se ha cuestionado a David Bowie. Aquella línea del guión de ‘God Help the Girl‘ en que un personaje indicaba que «nadie había llorado nunca con una canción de David Bowie» producía cierto sonrojo. Y muy obviamente había sido escrita antes de la enorme ‘Where Are We Now’, el mencionado single de regreso del artista hace tres años en el que recorría calles de Berlín -donde había grabado su mítica trilogía, los imprescindibles ‘Low’, ‘Heroes’ y ‘Lodger’-, recordaba la caída del Muro o se planteaba su presente y su futuro antes de que la canción despegase hacia un final precioso, sutil, épico, emocionante. Si con la tontería «fingers are crossed, just in case» nos hacía sonreír, con los «as long as there’s sun / as long as there’s rain / as long as there’s me / as long as there’s you», nos hacía efectivamente llorar.
Si una historia sobre morir solo en el espacio o el piano del arranque de ‘Life on Mars?’ no emocionan a una persona a la que le guste la música, no sé qué lo podrá hacer, pero hay diversas formas de llorar y una de las mejores es de felicidad. Y el artista ha logrado que lloremos de felicidad unas cuantas veces a lo largo de su carrera con un repertorio completamente vibrante. David Bowie ha logrado entusiasmar a diversas generaciones: a los que tuvieron la suerte de disfrutar durante los 70 de cómo una obra maestra sucedía a otra, desde las más asequibles «Ziggy Stardust» o ‘Hunky Dory’ a las más experimentales, como ‘Station to Station’, dejando una retahíla de clásicos que han alimentado recopilatorios, películas, fiestas y los mejores bares; a los que le conocimos con los singles de ‘Let’s Dance’ en los 80; a los que celebramos como adolescentes algunos sencillos supuestamente menores que ya hubieran querido otros para sí, como ‘Hallo Spaceboy’ o ‘Thursday’s Child’; o a los que nos emocionamos con su penúltimo regreso, que obviamente ocupó un lugar destacado entre lo mejor de 2013 (para nosotros fue el 5º mejor disco de su año).
Hoy todo el mundo recordará la grandiosidad de su repertorio, cómo canciones como ‘Changes’, ‘Starman’, ‘The Man Who Sold The World’, ‘Heroes’, ‘Young Americans’, ‘Ashes to Ashes’ o ‘Absolute Beginners’, entre otras decenas, cambiaron el mundo por sus conceptos, sus melodías, sus estructuras, por lo maravillosamente grabadas que estaban aquellas composiciones con Ken Scott, Brian Eno, Tony Visconti, en contraste con las precipitadas y ya nada meticulosas producciones que en general se realizan a día de hoy. Su imposibilidad de girar mientras durante años se rumoreaba que tocaría primero en el FIB, luego en el Primavera Sound, ha generado mucha frustración (¿cómo explicamos a nuestros nietos que no hemos visto en directo a David Bowie?), pero también me ha enseñado a amar como pocos artistas la importancia de la música grabada. Dudo mucho que un par de horas sobre un escenario en un festival con decenas de miles de personas alrededor puedan superar lo que Bowie ha transmitido con sus canciones y con sus producciones a lo largo de 25 discos en la intimidad de nuestros salones, de nuestros cuartos, de nuestros paseos hacia el instituto, hacia la facultad, hacia el trabajo. Han cambiado los escenarios, a lo mejor hemos cambiado como personas, habremos cambiado de canciones favoritas, ¿pero cuándo hemos abandonado a David Bowie?
Y sin embargo hoy, me niego a dejarme llevar por la nostalgia. La historia ya se ha explicado muchas veces en decenas de reediciones, reconocimientos, homenajes en vida y los que vendrán ahora en este y otros medios. Pero si algo he admirado de David Bowie ha sido siempre su mirada hacia el futuro, que nunca fue una cuestión meramente estética. Y David Bowie ha mirado durante el último año y medio inequívocamente hacia el futuro de su propia muerte mientras luchaba contra el cáncer.
Su desaparición -y duele mucho escribir esto- nos ha pillado escribiendo una reseña de su último disco, ‘★’, editado el pasado viernes, en su 69º cumpleaños. No tiene mucho misterio ni la mayor relevancia lo que hagamos con él: ‘Blackstar’ estuvo en nuestra lista de las mejores canciones de 2015, el vídeo de ‘Lazarus’, que anticipaba su muerte aunque no lo sabíamos (el cantante aparece por un lado agonizando, por otro escribiendo, mientras suenan frases como «look up here, I’m in heaven / I’ve got scars that can’t be seen»; más claro, el agua), fue directo a nuestra humilde sección «No te pierdas«. Lo importante no será el cuánto sino lo grande que son el qué y el cómo. Aunque muchos no lo supieran, es imposible y será siempre imposible hablar de este álbum sin hablar de la muerte de David Bowie. Lo ha explicado el propio productor del largo Tony Visconti, que sabía que iba a morir desde hace un año: «su muerte no ha sido diferente de su vida, una obra de arte. Hizo ‘Blackstar’ para nosotros, es su regalo de partida».
La pasada Noche de Reyes, con el álbum filtrado, mi compañero Raúl Guillén me hablaba sobre cómo iba a orientar su crítica hacia la exquisitez de los arreglos; desde ahora será difícil ver el disco con los mismos ojos. Frases como «If I’ll never see the English evergreens» o «I’m falling down» adquieren una nueva dimensión mientras los arreglos de viento y la estructura de esta canción, ‘Dollar Days’, van construyendo un penoso calvario en el que la voz de Bowie va desapareciendo en «fade out» mientras repite una y otra vez «I’m trying to / I’m dying to». Es, de nuevo, una mirada al futuro, un canto a la resistencia, «dying» en este caso no es exactamente un retrato de la muerte. Además, los instrumentos se mantienen: la música permanece… para llevarnos enseguida a ‘I Can’t Everything Away’, la canción final del disco, que contiene la armónica de ‘A New Career in a New Town’ de ‘Low’ (1977), un algo a ‘Where Are We Now’, quizá ‘Thursday’s Child’, quizá una referencia a su ataque al corazón durante un concierto en 2004… y no puede sonar más hermosa como «canción final». No soy capaz de salir de este bucle de estas dos últimas canciones esta mañana.
Cuando un cantante que admiramos muere solemos recurrir a nuestras canciones favoritas de su discografía, montar un «greatest hits», documentarnos sobre lo que nos queda por saber sobre su vida, quizá hasta comprar el disco más desconocido que nos faltaba. Que Bowie haya sabido crear belleza a partir de su propia muerte, anticiparla y retratarla con la cabeza completamente amueblada, logrando que lo que escuchemos obsesivamente a su muerte sea su última obra, da una idea del tamaño de su talento y de su trabajo hasta el minuto final. Creo que si ahora mismo resucitara, si se levantara de la cama como Lázaro, ni siquiera alzaría las cejas.