Juan Peña pertenecía a una dinastía histórica del arte flamenco, los Perrate de Utrera. Su madre, La Perrate, y el mismísimo Antonio Mairena le educaron en los cantes antiguos, que dominaba. Tras foguearse durante años cantando para la compañía de danza de Antonio Gades, El Lebrijano inició una carrera discográfica en solitario en la que estuvo acompañado por los mejores tocaores de su generación y venideras: Niño Ricardo, Manolo Sanlúcar (con el que grabó, también junto a Rocío Jurado, el religioso ‘Ven y sígueme’), Paco de Lucía, Juan Habichuela, Pedro Peña o Dorantes.
Pero también contravino los principios puristas en los que comenzó a buscar nuevos caminos en discos como ‘La palabra de Dios a un Gitano’ (1972), en el que jugó con elementos sinfónicos; o el mítico ‘Encuentros’, en el que, junto a la Orquesta Andalusí de Tánger, ponía de relieve el profundo poso norteafricano en la música flamenca, algo que, aunque hoy parezca obvio, no lo era tanto en 1985. Una vía en la que profundizaría de nuevo con la Orquesta Arábigo Andaluza en ‘Casablanca’ (1999) o con el marroquí Faiçal en ‘Puertas abiertas’ (2005). Con ellos, ha servido de profunda inspiración a cantaores y tocaores coetáneos y jóvenes, definiendo nuevas vías de expresión. Otro de sus grandes méritos fue ser el primer cantaor en actuar, en 1979, en el Teatro Real de Madrid. Su último disco, de 2008, fue ‘Cuando el Lebrijano canta se moja el agua
‘, frase que acuñó el premio Nobel Gabriel García Márquez, amigo y enamorado del cante del sevillano, sobre lo que este le transmitía con su arte. Peña homenajeó a su vez al ilustre colombiano con este disco en el que cantaba textos extraídos de la obra literaria de su amigo. Saldaba su deuda con él de la mejor manera posible.