El doble homicidio que Simpson cometió, y su consecuente juicio, fue uno de los grandes circos mediáticos de los 90. Pero lejos de quedarse en la superficie, la serie se aprovecha de estas circunstancias para ofrecer un retrato minucioso de otros temas estrechamente ligados con el caso como la segregación racial, el acoso de los medios de comunicación, las malas armas de la abogacía y la brutalidad policial en la ciudad de Los Ángeles. Más que un juicio justo, lo que más de 100 millones de espectadores vieron televisado en 1995 fue la venganza (y no precisamente servida en un plato frío, sino helado) de una comunidad afroamericana cansada de vivir vejada permanentemente por la América blanca y conservadora.
La trama por momentos resulta tan inverosímil que roza lo esperpéntico (sin ir más lejos, la huida de Simpson por las calles de Los Ángeles y cómo los habitantes de la ciudad le vitorean como si fuera montado en el Papamóvil) y, por cuestiones de metraje, pasa de puntillas por el segundo juicio y la rocambolesca historia que Simpson vivió en Las Vegas y que acabó finalmente metiéndole entre rejas. No obstante, aun con esas, sorprende cómo décadas después todo lo que se cuenta en la serie sigue teniendo una vigencia abrumadora en unos Estados Unidos que, actualmente, se juega como nunca su credibilidad ante unas elecciones presidenciales marcadas por el hastío social.
Aun rozando las ocho horas de duración en total en cinco capítulos, sorprende la agilidad narrativa de la serie y la capacidad que tiene de involucrar al espectador desde el minuto cero pese a saber éste desde un primer momento cuál es el desenlace. Engancha e incomoda por igual y, sin duda, saca los colores a un país que vive por y para las apariencias. Los Estados Unidos que muestra “O.J.: Made In America” todavía sigue siendo una triste realidad que da para reflexionar.