Con el tercer y cuatro churro los efectos secundarios de la fritanga empiezan a hacer su aparición. La película se transforma en un whodunit comestible pero algo aceitoso, con unas pistas falsas más evidentes que la costra amarillenta que cubre la ensaladilla del mostrador. Unos “odiosos ocho” que le sirven al director para ponernos unos pinchos (o tapas, que estamos en Madrid) con bocados reflexivos acerca de la condición humana y la fragilidad de la cotidianidad. El miedo… ¿cambia a las personas o las muestra tal y como son? Blanca Suárez, por su parte, hace honor a su nombre y transforma el estado de su vestimenta, cada vez más sucia, en la mejor metáfora de la película.
Pero con el quinto y sexto churro el aceitazo comienza a pedir paso por los intestinos. Da igual que los mojes en el café: ya no hay vuelta a atrás. La película se convierte en un diarreico survivor donde la acción y la reflexión casan tan bien como la mayonesa y el calor. El director tira de la cadena y todo acaba en las cloacas. Los discursos alegóricos empiezan a resultar estomagantes; las sorpresas, muy forzadas; las reacciones de los personajes, caprichosas; el ritmo, caótico; y la secuencia final, más efectista que efectiva. Es como las palmas de las manos de Carmen Machi. Todos hemos visto cómo han quedado, pero al director, a juzgar por cómo evoluciona el personaje, parece darle igual. La progresión dramática y la verosimilitud han desaparecido, como mi interés por el destino de los personajes. 6’9.