Desde el debut de Casas solo como dibujante en ‘Marica tú’, hasta este último ‘El final de todos los agostos’, encontramos en su obra un sello propio que nos enlaza con su creador. Son figuras estilizadas como los protagonistas de los trabajos del noruego Jason, orejas desproporcionadas tan entrañables como el movimiento de cejas de Paul en la obra de Michel Rabagliati, o los momentos de soledad reflexiva como en las atmósferas de Adrian Tomine. Con la variante en esta ocasión de abandonar el blanco y negro o el negro y rojo de sus archiconocidos antecesores: ‘No sin mi barba’ y ‘Se(nti)mental’.
En ámbitos como el de la política o la música, cuando un dirigente político o un artista pega un giro de 180 grados, suelen levantarse voces en contra al grito de traición. Bien es cierto que hay casos en que las maniobras pueden ser interesadas, dirigidas a conseguir mayores beneficios, pero en otros, debería considerarse parte de una evolución. Así es en esta nueva entrega de Alfonso Casas. El salto a otro nivel es considerable, no solo por el paso a la rotulación en color, sino también a la hora de vertebrar el guión que reluce en ‘El final de todos los agostos’. Aquí abandona su característica “doble página” que tantos lectores le han ovacionado, los corazones rojos palpitantes camino de convertirse en una marca del calibre de Ágatha Ruiz de la Prada, y se despoja del lenguaje directo y breve de tipo publicitario. No hay nada malo en ese patrón de comunicación, pero encaja que ahora el relato sea íntimo: el mensaje cala igualmente pero priman los vericuetos del camino por encima de los atajos y las autopistas.
Precisamente ese es el proyecto de Casas en ‘El final de todos los agostos’: los caminos que recorremos o no en nuestra vida. En concreto los que deambulan entre la infancia y la adolescencia, sacando a relucir la amistad más pura y los primeros amores bajo una aparente nostalgia. Un viaje que Dani, el protagonista que está punto de casarse, inicia al pueblo costero donde pasaba las vacaciones de pequeño en verano. El retorno al pasado pretende encontrar respuestas para una serie de preguntas, pero el logro de semejante objetivo es un relato que no está sujeto a una sola interpretación: salvo una deducción básica, la puerta queda abierta para interpretación del lector. Ese abanico de posibilidades, junto a la innovadora idea de jugar con páginas transparentes, obliga a no dejar el libro hasta el final. Un giro radical en absoluto impostado y que deja con ganas de disfrutar futuros trabajos. 8.