De nuevo un núcleo familiar, en este caso formado por los personajes de Colin Farrell y Nicole Kidman y sus hijos, son el centro de atención, solo que esta vez no sirven como metáfora de los males de nuestra sociedad, a menos que entendamos aquí una reflexión sobre nuestra responsabilidad de cara a las consecuencias de nuestras adicciones, ahora que hay quien se ve capaz de mencionar el alcohol públicamente como excusa para justificar sus actos. Un dilema interesante pero que suena demasiado reduccionista para los poliédricos guiones de Lanthimos, que esta vez simplemente parece haber querido ofrecer un thriller algo Haneke y Lars von Trier sobre la justicia poética, la venganza y el ojo por ojo y diente por diente, aunque sin renunciar a su paleta personal.
De hecho, repite con quien parece su actor fetiche, Colin Farrell, que se queda la parte más conseguida de ‘El sacrificio de un ciervo sagrado’ tanto en cuanto a thriller como a la muestra de la personalidad del director. La relación del personaje de Farrell, cirujano, con un inquietante joven -demasiado joven- que frecuenta el hospital en el que trabaja, no puede resultar más turbia y desconcertante desde el minuto uno. Lanthimos, sin revelar realmente qué relación les une, logra incomodar al espectador cuando suponemos que todo lo que busca el joven es tratar de saciar su ansia de una figura paterna y también en aquellos momentos en que sus intenciones son de todo menos así de bonitas y naíf.
Aunque la película no logra mantener ese nivel de confusión a lo largo de sus dos horas de metraje, la trama se viene arriba cada vez que el intimidante y perturbado Barry Keoghan sabe ejercer de stalker a lo ‘Funny Games’, sirviéndose para ello de la varita de Lanthimos surrealista y fantástica, y que como tal, para angustia de espectadores y personajes, sabemos que no conocerá límite alguno. 7,5.