La clave de su éxito y de su aplaudida puesta en escena radica en un extraordinario manejo de la energía. Hacen suyo el axioma que dice que ésta no se crea ni se destruye, que solo se transforma, convirtiendo sus canciones en directo en vibrantes ejercicios de administración y manipulación de la fuerza, que siempre, de una forma o de otra, resulta abundante. La invierten en contracción y dilatación, en piezas de rock de ataque o contención y en temas de abierta espacialidad, vistiendo las canciones de cuero o desvistiéndolas de pasión con sentimiento. Esa especie de dualidad, presente en el disco, se manifestó ayer igualmente de manera inaugural al arrancar el concierto con la dupla ‘Heavenward’–‘Yuk Foo’ del nuevo disco: la primera con muchísima personalidad y proyección en bóveda, y la segunda como el arañazo de punk-pop iracundo que es, secundada además por una ‘You’re A Germ’ donde mantuvieron firme la garra.
Pero no solo es una cuestión de versatilidad, de aunar o alternar crudeza y emoción en sus canciones, sino que en la propia concepción global de su directo muestran una asombrosa capacidad para manejar y transformar la energía, que siempre fluye a borbotones en coágulos de rock constructivo. Y con ello, por supuesto, los tempos. A partir de ese inicio al ataque, los británicos dilataron su fuerza creando un cierto espacio (imagínenlo físicamente) con temas como ‘Your Loves Whore’, una muy emocional e intensa ‘St. Purple & Green’ –clavando esa delicada cadencia a medio tema– y ‘Don’t Delete The Kisses’. Un espacio (de space rock) donde después edificaron (o monumentalizaron) una ‘Planet Hunter’ carnal y oscura, potente y espectacular, una ligeramente ralentizada ‘Bros’, que ganó muchísimo en carisma y en esa épica que explica y conecta con la post-adolescencia, y una ‘Silk’ que no dejó de ensanchar y crecer, haciéndose cada vez más emocionante.
Una vez que Rowsell creó el espacio y elevó el ánimo del público a base de fuerza visceral, se dedicó a cabalgar en la cima interpretando ‘Lisbon’, en clave grunge pop, y una ‘Beautifully Unconventional’ colorida e imbatible (hola, Florence), para después volver a tensar la cuerda y acabar a lo grande. Así, en la segunda mitad del concierto, los británicos sacaron su lado más stoner rock con ‘Formidable Cool’, ‘Sadboy’ –sobre todo en su monumental segunda parte–, y una ‘Visions Of A Life’ que resume mejor que ninguna la específica habilidad energética de Wolf Alice; además de su versión más irreverente con ‘Space & Time’ y de la más noventera con ‘Moaning Lisa Smile’ y ‘Fluffy’.
Para los bises dejaron la dulce, sentida y creciente ‘Blush’, que puede encontrarse en la edición deluxe de ‘My Love Is Cool’, su muy aludido primer álbum, y ‘Giant Peach’, la última dentellada de rock sólido y macizo con la que cerraron. Pero a esas alturas, y mucho antes, la deuda estaba ya más que saldada: Wolf Alice habían vuelto a romper el molde.
Es verdad que su nueva puesta en escena no aporta nada novedoso a nivel estético, pero resulta totalmente innecesario mientras antepongan sus canciones, su arrojo y su precisión sobre las tablas. De hecho, se agradece. Porque no hacen falta parafernalias escénicas ni luces de neón para medir su apuesta musical: los británicos la traducen en un sonido enorme que saben manejar y que reventaría cualquier medidor de potencia. Eso, en nuestro idioma, es un órdago a la grande. Y lo están ganando. 8.