‘Nico, 1988’ no es un biopic preciosamente estilizado como ‘Control’ sobre Ian Curtis, ni una recreación de la estética pop de los años 60 que poner de fondo en una exposición cuqui. Partiendo de la máxima «cuando era guapa no era feliz», Nicchiarelli ha preferido centrarse deliberadamente en lo decadente de la estética VHS, optando por la austeridad y la sobriedad ochenteras, en sintonía con los propios referentes artísticos de Nico y con lo que fueron sus últimos años, marcados por conciertos abortados por unas razones o por otras, y a veces sin público.
La cinta de Nicchiarelli retrata a una mujer adelantada a su tiempo, para la que un calentador es más una fuente de inspiración musical que una cosa que te permite ducharte, pero con graves dificultades para comunicarse con el público. Protagonizada por Trine Dyrholm (‘Celebración’, ‘La Comuna’), ‘Nico, 1988’ deja entrever qué queda a los 50 años de una niña traumatizada por el recuerdo de la II Guerra Mundial que era citada por su vinculación con la elite cultural de Nueva York, capaz de influir a posteriori a Siouxsie, Björk, Elliott Smith, Dead Can Dance, Patti Smith, Morrissey y Bat for Lashes (o en España a Amaral), pero que no quería ser vista como «la femme fatale de Lou Reed».
Entre reivindicaciones de temas como ‘My Heart Is Empty’, no sólo de ‘All Tomorrow’s Parties’, es llamativo el uso de la canción ‘Big In Japan’ como metáfora de lo «grande» que puedes ser en un país remoto, en este caso imaginario quizá, mientras lo que te rodea es más bien la sensación de derrota, ejemplificada en la cita «he estado en la cima y he estado en lo más bajo. Ambos sitios están vacíos». Más acertado en ese retrato y el guión que en el desarrollo de momentos dramáticos, con ralentizados en los supuestos puntos álgidos que más bien dejan indiferente, ‘Nico, 1988’ es una buena manera de ser conscientes de «la anciana bien elegante» que nos hemos perdido. Este otoño habría cumplido 80 años. 6,5.