Y efectivamente, mirando atrás, las cosas sí han cambiado… especialmente en el show de Dylan. Y mucho. Esta es mi tercera vez, y mis recuerdos y notas sobre sus conciertos de 1995 y 2008 son nítidos: affaires cocinados a medias, resueltos con solvencia pero poca alma (los noventa) o directamente rozando el desastre (los dos mil), con divagaciones instrumentales, la temida voz que croa más que canta, y deconstrucciones de sus canciones que rozaban el troleo al respetable. Esta vez iba a ser diferente: imposible en el mundo actual permanecer ignorante ante el hecho de que las críticas del más reciente tramo de la gira estaban siendo muy positivas y hablaban de un show excelentemente trazado. Y efectivamente anoche, ante -calculo- dos tercios del aforo total del Navarra Arena (el nuevo auditorio y palacio de deportes de la ciudad, inaugurado hace pocos meses, con capacidad para más de 10.000 personas) Bob Dylan hizo un show precioso, musicalmente de mucha altura, y con momentos conmovedores.
¿Qué es lo que funciona que hace diez años no lo hacía? Pues básicamente todo: la presentación escenográfica, sin ir más lejos: un set de luces traseras con cinco gigantescas lámparas vintage rescatadas de unos estudios de Hollywood, que alumbran a la banda bañándola de misterio (sobre todo a él) mientras tocan imperturbables vestidos con trajes color crema a juego. El repertorio, que mantiene un equilibrio encomiable entre clásicos para todos los públicos, clásicos para fans de Dylan y canciones de su discografía reciente excelentemente tocadas. Los arreglos, que reinventan los temas sin dinamitarlos. Y -¡oh!- la voz. Una voz que parece haber renacido a la misma tesitura de la horquilla temporal “últimos 70 a mediados de los 90”, para total desconcierto y feliz sorpresa de sus seguidores: tan recientemente como en el disco ‘Triplicate’ (2017) las cuerdas vocales del genio de Duluth tenían el tono de ronquera crónica de los últimos años. Y de repente, esto. Mejor no romperse la cabeza preguntándose el porqué (Dylan es famoso por cambiar de voz a voluntad, aunque esta muda vocal tan cerca de los 80 sí que no se la esperaba nadie) y centrarse en disfrutar.
Porque para disfrutar hubo multitud de momentos. En la primera parte del concierto, mientras nos aclimatábamos a la estampa de Dylan plantado ante su piano, a veces de pie con las piernas en pose de uve invertida, a veces sentado (y siempre sin sombrero) y surgía las primeras briznas de la guitarra “pedal steel” de Donnie Herron, empezaban a desgranarse las pepitas de oro: un ‘It Ain’t Me Babe’ con nuevo arreglo y estribillos bellísimamente cantados, un ‘Highway 61’ reminiscente del original que empezaba a mostrar el toque justo y perfecto de Charlie Sexton a la guitarra eléctrica… combinados con temas más recientes como ‘Cry A While’ (Love and Theft, 2001), que la banda reconvirtió en un homenaje muy explícito al ‘Rumble’ de Link Wray (solo incluido) o ‘Pay In Blood’ (‘Tempest’, 2012), en la que Dylan mostraba los frutos de todos estos años tras el piano, con momentos instrumentales verdaderamente brillantes por su parte (poco que ver con su interpretación de 2008).
A las pocas canciones, dos incidentes. Uno, sentimental: cuando empezó a sonar ‘Simple Twist of Fate’ (de su disco más amargo y bello, ‘Blood on the Tracks’), mientras proyectaban unas bonitas rosas rojas en los enormes telones del fondo (otro toque de escenografía sutil y acertado) sentí que algo me abrumaba. A mitad de canción Dylan hizo el primer solo de armónica del concierto, que recibió una ovación. Ese solo y el bajo de Tony Garnier transportaban a la canción directamente a 1975, y para cuando estaba sonando la frase “I still believe she was my twin” las lágrimas caían por mi cara. Pero es indudable que uno se lleva de un concierto lo que trae a él, y no todo el mundo (quizá nadie) estaba llorando. De hecho, tras una notable versión de ‘When I Paint My Masterpiece’ y una un poco más cuestionable de ‘Trying To Get To Heaven’ un espectador que había proferido algunos gritos previamente protagonizó el segundo incidente: en el silencio entre dos canciones empezó a gritar “¡estafador! ¡Vaya vergüenza! ¡Pianista de mierda!” y varias cosas más de forma perfectamente audibles en todo el recinto, mientras abandonaba la grada. Estaba muy cerca de mí, y mientras se iniciaba la siguiente canción comenzaba una discusión entre él y parte del staff en la que dicho individuo (que describiría como “clásico rockero viejo de Pamplona”) seguía gritando a pleno pulmón. Cuando por fin me acerqué para pedirle que se fuera a gritar fuera del recinto se me acercó para gritarme con mucha rabia a un centímetro de mi cara: “¡Más molestas tú aplaudiendo! ¡Más ofendes tú con tu aplauso!”. Finalmente le convencieron para salir y mientras recuperaba mi sitio pensé que no dejaba de ser gracioso lo tarde que llegaba esa persona a la fiesta de “Dylan es Judas”… o quizá en realidad era fascinante presenciar -a un centímetro de mi cara y con extra de saliva- las pasiones que décadas después sigue desatando Dylan entre los seguidores que “venían a oír otra cosa”. Por un instante la distancia entre el Manchester Free Trade Hall en 1966 y el Navarra Arena en 2019 parecía pequeñísima.
El protagonista del incidente decidió irse justo antes de otro de los momentos más sublimes: ironías del destino, casi como si Dylan le hubiese entendido y hecho caso, acababa de abandonar su piano para interpretar una hermosísima versión de ‘Scarlett Town’ tan sólo a la voz. De pie rodeado de sus músicos (fabuloso Donnie Herron al banjo), recordando a su personaje de crooner -ese que ha explorado en sus últimos tres discos- y trayendo al auditorio embriagadoras fragancias del sur de los EE.UU. cantó como nunca. Se notaba que estaba disfrutando con el relato de la canción, y su voz lo mostraba con sutiles inflexiones. Los versos “If love is a sin, then beauty is a crime / All things are beautiful, in their time / The black and the white, the yellow and the brown / It’s all right there in front of you in Scarlet Town” sonaron especialmente mágicos. Y precisamente esas resonancias tradicionales americanas marcarían algunos de los mejores momentos de la segunda parte del concierto: desde la relectura de ‘Thunder On the Mountain’ a ritmo de rumba (en su acepción EE.UU. años 50) a ‘Soon After Midnight’ con sus elementos de balada country aún más acentuados por la interacción entre “pedal steel” y el piano brillante de Dylan, pasando por ‘Early Roman Kings’, cuyo ritmo quebrado y lleno de espacios provocaba en la voz una especie de “slap echo” rockabilly en la voz cuando chocaba con el fondo del auditorio. Otra de las virtudes de la noche fue, precisamente, que la banda fuese capaz de insuflar alma a las estructuras de blues rock como la de ‘Early Roman Kings’, cuando lo habitual es que suenen como a piezas tocadas con el piloto automático.
En el tramo final sonó una de las canciones más esperadas, ‘Like A Rolling Stone’, que cumplía felizmente su doble misión de estimular a su autor mediante un arreglo diferente sin defraudar al público. El cambio principal, una ralentización extrema del pre-estribillo, aun siendo otra de las idiosincráticas decisiones de Dylan, curiosamente funcionaba casi como truco de “stadium rock”, creando una tensión que hacía delirar al público cuando llegaba el estribillo, aunque a mí personalmente no me emocionó. Sí lo hizo ‘Lovesick’, esa maravilla que es prueba de que su autor escribió clásicos mucho después de los años 60 y 70, y que sonaba perfecta para la noche que ya se intuía ahí afuera. Y todavía más el tercer y último momento más especial de la noche: su version de ‘Don’t Think Twice It’s All Right’ sin batería, con el piano y el “pedal steel” entrelazados bellísimamente y el contrabajo tocado con arco. La ausencia de percusión funcionó como un imán y la voz se podía degustar maravillosamente, igual que el piano de Dylan: fue el momento en el que mejor se apreció y pudimos disfrutar de un solo abstracto y hermoso, un verdadero regalo.
Tras tocar ‘Gotta Serve Somebody’ de nuevo pasado por el filtro “rumba 50s” y con letras nuevas (“You might be on the highway / You might heading for the coast / Maybe you’re hallucinating, you think you’ve seen a ghost”), final y fundido a negro. Los bises fueron los esperados dos temas: el habitual ‘Blowing In The Wind’ con nuevo arreglo (recargado con un violín que personalmente me parece que lo hace sonar demasiado a los Chieftains) y un ‘It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry’ lleno de groove y elegancia. Como colofón, una despedida del protagonista de la noche que consistió en un muy sutil despliegue de lenguaje corporal de agradecimiento.
En muchos momentos del concierto había flotado en el aire el misterio extravagante de esta gira interminable, de por qué un músico que lo tiene todo y no necesita tocar -o al menos no con tan infatigable frecuencia- sigue enrolado en ella a dos años de cumplir los 80. Los momentos más mágicos de la noche parecían ofrecer una explicación. Esos destellos de belleza son sin duda adictivos para un creador como Dylan. Eso, y su conocida determinación de ser un músico errante y no una superestrella con otro tipo de shows. Cuando salí del Navarra Arena entre los primeros espectadores y giré la esquina para curiosear esos autobuses-hotel que esperaban junto al edificio, la banda se estaba montando ya, y pude ver a Dylan caminar durante un instante hasta el vehículo, esta vez tocado con un sombrero. Ni se habían quitado los trajes. Esa premura por lanzarse a la carretera parecía la confirmación definitiva de su alma de artista vagabundo. Cuando la masa de público llenó la calle nadie sospechaba que los artistas estaban ya ocultos en los autobuses, listos para viajar hasta la siguiente de las próximas siete fechas españolas de su gira. 7,8.