Televisión

‘Homeland’ terminó y debes retomarla: por qué Carrie brilló cuando dejamos de mirar

El pasado fin de semana se despidió para siempre ‘Homeland’. Un poco por la puerta de atrás, en parte por la crisis global del coronavirus, en parte por la propia intrahistoria de la serie, que tiene bastante miga. Porque hubo un momento en que ‘Homeland’ lo era TODO, era la niña mimada de la crítica televisiva. En 2011, Showtime reinaba con sus dramedias (‘Nurse Jackie’, ‘Californication’, ‘Shameless’ o ‘The Big C’, y por supuesto ‘Weeds’), pero quería más. Porque la crítica ponía -y, aunque menos, sigue poniendo- a las dramedias por debajo del clásico drama de 40-50 minutos; las series “serias”, ya sabéis. Y, como ‘Dexter’ tampoco encajaba dentro de esa categoría, Showtime necesitaba su “serie tipo HBO” (en un movimiento parecido al de la propia HBO sacando ‘Girls’ un año después). Así nació ‘Homeland’, de unos Howard Gordon y Alex Gansa que venían directamente del final de ’24’. La cosa funcionó y, durante las dos primeras temporadas, el mundo estaba enamorado de esa producción de Showtime que se las daba de HBO -se llegó a filtrar que Obama y Hillary pedían ver los capítulos por adelantado. Pero la serie cayó en desgracia en su tercera temporada, hasta el punto de que muchos directamente asumieron que se había cancelado (¡y ha llegado al puto 2020!). ¿Qué pasó con ‘Homeland’? Pues que, aunque en cierto modo todas las series están vivas, ésta lo estaba a un punto muy interesante: si ves su camino, puedes ver que sus propios creadores se van planteando qué serie quieren. Pero ojo, aunque eso parezca algo malo, en ‘Homeland’ fue lo contrario: si eres de los que la dejó olvidada, en este artículo pretendo convencerte de por qué debes retomarla y por qué la-serie-que-vino-tras-Brody fue incluso más interesante. Y si nunca la has visto, directamente te recomiendo que la empieces.

‘Homeland’ comenzó con una premisa sencilla. Nicholas Brody, un héroe de guerra estadounidense dado por muerto, es rescatado y recibido con alegría por todos, salvo por Carrie Mathison, una agente de la CIA a la que le chivaron que “un prisionero había sido convertido”… y ella está segura de que ese prisionero es Brody. Para demostrar que su teoría es cierta y no “una locura” -nunca mejor dicho por la condescendencia que recibe al sufrir trastorno bipolar-, Carrie estaba dispuesta a todo. Y “todo” es TODO: la mezcla entre una historia de espionaje y terrorismo con el drama personal y la salud mental de ambos protagonistas enganchaba, pero en ese cóctel había unas dosis de amor imposible que encantó al público, y que los creadores quisieron seguir explotando más allá de la historia original. ‘Homeland’ se tuvo que enfrentar, por tanto, a un reinicio en su cuarta temporada, tanto de su historia y personajes como de su propio concepto. Y, en mi opinión, esa “segunda serie” ha sido aún más interesante. Las dos primeras temporadas (vaaale, metamos la tercera), como historia aparte, son una brillante bomba de relojería. Pero el potencial que tenía Carrie (y Saul, que es un pecado que no le hayamos mencionado todavía) brillaría más a partir de ahí -aunque menos gente se percatase de ese brillo. Porque ‘Homeland’ seguía con sus adictivas historias de espías, pero apostando más por las lecturas sociopolíticas y, sobre todo, por cómo esto se relacionaba no ya con la salud mental individual, sino con la salud mental colectiva.

“This whole country went crazy after 9/11” dice Carrie en una de las frases usadas en el opening de las últimas temporadas. La psicosis colectiva en cuanto al terrorismo y su relación con el racismo y la xenofobia es algo que (involuntariamente) estaba muy claro en ’24’ -e incluso la propia ‘Homeland’ se llevó algún que otro dardo al respecto-, pero Gordon y Gansa han dejado claro que Carrie Mathison no es Jack Bauer. Los niveles de “sacrificio patriótico” son similares, pero Carrie es un personaje mucho más complejo. Carrie duda, Carrie la caga, Carrie se arrepiente, en Carrie hay consecuencias de lo que hace y cómo lo hace. A lo largo de las ocho temporadas de ‘Homeland’, Carrie ha tenido el consabido “viaje del héroe”, incluidos momentos en los que no sabíamos si realmente estábamos viendo a la villana. Porque con la propia sociedad (y sus líderes) nos ha pasado y nos sigue pasando exactamente lo mismo. La psicosis colectiva post-Trump es algo que se ha reflejado en series recientes como ‘The Good Fight’, ‘AHS: Cult’ o ‘The Politician’, pero ‘Homeland’ se adelantó a todas ellas: la sexta temporada se escribió antes de las elecciones de 2016, y la decisión de tener una presidenta pareció una metedura de pata, dando por hecho que iba a ganar Hillary… pero no. Una vez más, infravaloramos a ‘Homeland’, que nos habló de bots, granjas de trolls, el peligro de la extrema derecha mediática o de las teorías de “Deep State” mucho antes de que estuviesen en nuestro vocabulario. Su autocrítica y su inteligente reflejo de la sociedad y política actual, y de la historia reciente de EEUU -y, por suerte o por desgracia, de otros países-, resultaba imposible en una ‘House of Cards’ cada vez más convertida en ‘Scandal’ (y una ‘Scandal’ que daba ya vergüenza ajena).

A este retrato han ayudado el mimo que la serie tiene con sus personajes, más allá del impecable binomio Claire Danes/Mandy Patinkin (impecable también su parodia en ‘SNL’). Hay excepciones (una de ellas ha sido el tan esperado personaje del marido en la vida real de nuestra protagonista, Hugh Dancy, con el que por momentos no parecían tener claro qué hacer), pero solo confirman una norma en la que hay que hablar por supuesto de Quinn (ay), pero también del odioso Dar Adal, del “dado por sentado” Max Pietrowski, del gran acierto que supuso la incorporación de Elizabeth Marvel -que huyó de la citada ‘House of Cards’ para dar vida aquí a la Presidenta Keane- y de Linus Roache, de la participación de Miranda Otto como Allison, o del doble acercamiento a una figura como la de Haqqani (Numan Acar). Y, de paso, de la capacidad para acentuar en sus villanos la inteligencia (Tasneem), el patetismo (O’Keefe) o, directamente, la estupidez que supone un “tonto útil” (ese Paley del siempre eficaz Dylan Baker). Y, cómo no, del último gran villano, ese Yevgeny Gromov interpretado por el procedente de ‘The Americans’ Costa Ronin (¿un guiño?).

Gromov nos han llevado hasta el final de la serie con su ambigüedad, que es casi otro leit-motiv de ‘Homeland’: la ambigüedad de un espía, claro, pero también la ambigüedad política, la ambigüedad en salud mental, la ambigüedad en lo que es verdad y lo que no, y, por supuesto, la ambigüedad de la principal relación de la serie: la relación de amistad o casi de padre/hija entre Saul y Carrie (y esto sí que estaba desde el propio piloto; recordemos aquel intento de seducción, ahora tan creepy). El cierre de ‘Homeland’ tiene mucho de ambigüedad, pero también de autocrítica (ese discurso final de Jenna), y tenemos presentes tanto el concepto de “endless war” como la adrenalina y lo imposible que resulta para Carrie y Saul rendirse. Lo imposible que les resulta no intentarlo – aunque sea a costa de su propia vida personal y de los que (en teoría) más quieren. En teoría. Porque, ¿a quién quieren por encima de todo Carrie y Saul? ¿A sus (ex)parejas? ¿A su familia? ¿El uno al otro? ¿A ellos mismos? ¿A su país? ¿A su legado? ¿A un concepto? Quizás todas son ciertas y ninguna lo es del todo. En cualquier caso, nunca las reflexiones sobre política internacional y sobre la salud de la sociedad fueron tan adictivas. Os echaremos de menos, Carrie y Saul. 9.

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Publicado por
Pablo Tocino
Tags: homeland