‘Oh, the divorces!’, gritó Tracey Thorn hace diez años. Era de hecho el título de un tema inspirado en las rupturas sentimentales de sus amigos, algo nada nuevo dentro de lo que durante décadas ha sido una auténtica tradición del pop: las separaciones empezaron a inspirar temáticamente a los artistas sobre todo a partir de los 70, cuando la música popular llegó a su fase “adulta”. ‘Blood on the Tracks’ (1975) es algo así como la madre de todos los “divorce albums” que vendrían después, aunque pocos de ellos llegan a la profundidad emocional de éste.
Un poco de contexto: en 1974 la relación de Dylan con su mujer, Sara Lownds, estaba tocando fondo. En medio de este turbulento momento en el que parecía inminente el final, el artista exploró sus sentimientos en once canciones (‘Up to Me’ se quedaría fuera), que compuso a lo largo de ese año, separado de ella y viviendo en un rancho en Minnesota. En su famosa libreta roja (parte de la cual aparece reproducida en ‘More Blood, More Tracks’, la caja editada en 2018 con las sesiones íntegras del disco) dedicó meses a escribir y reescribir cada canción, cambiando detalles, puntos de vista, pronombres, nombres de lugares. Finalmente, en septiembre de aquel año, reunió un grupo pequeño de músicos en el Estudio A de la Columbia en Nueva York, grabó las canciones y su discográfica programó un lanzamiento para las Navidades. Sin embargo, en diciembre Dylan cambió de idea: se comenta que escuchando junto a su hermano el “test pressing” del disco éste le comentó que sonaba demasiado deprimente, con muy pocas posibilidades comerciales. Convencido por él, o quizá algo asustado por haber creado algo demasiado oscuro -o revelador- decidió regrabar cinco de las canciones.
El resultado es por tanto un álbum con una cierta tensión formal: las partes más abismales suenan desnudas, algo afligidas, y tienden a ser las piezas neoyorkinas. Que contrastan con las piezas más “vestidas”, de tono musical más luminoso, la mayoría registradas en diciembre de 1974 en Minneapolis. Todo esto, lejos de resultar incoherente, dota al disco de dos extremos muy interesantes desde los cuales estudiar, examinar, el duelo por el amor que se acaba. Y es también testimonio de ese afán de perfeccionamiento y pulido de una serie de canciones que para su autor eran especialmente importantes: el proceso de cambio constante en las letras (aparente en las diferencias entre las versiones de NY y Minneapolis, pero a veces variando incluso de toma a toma en el mismo día) ha derivado en algo bastante extraordinario: a lo largo de cuatro décadas el autor ha seguido cambiando versos, imágenes, palabras, en sus interpretaciones en directo. En una exposición dedicada a las letras de Bob Dylan de hace un par de años llamada ‘Mondo Scripto’, el autor envió las letras “definitivas” de ‘Tangled up in Blue’, ¡redactadas en 2018!
¿Qué hace de ‘Blood on the Tracks’ el mejor disco de Bob Dylan? Las razones son complejas: difícil competición la de este álbum con las obras maestras de los 60, verdaderos clásicos con mayúsculas (‘Bringing it All Back Home’, ‘Blonde on Blonde’, ‘The Freewheelin’ Bob Dylan’…) y en especial difícil de rivalizar, a priori, con su efecto en los cimientos del pop y rock modernos. Y sin embargo, frente al innegable y cegador relámpago de la primera fase de su carrera, el impacto musical y emocional de estas diez canciones tiene a la larga, para infinidad de seguidores de Dylan (e infinidad de artistas) un eco mucho más duradero. Tiene que ver con la música (algo tiene esta decena de canciones endiabladamente hermosas que hace que siempre apetezca escuchar ‘Blood on the Tracks’ mucho más que cualquiera de sus otros discos), pero todavía más con el sentimiento puesto en ellas. Es una fórmula sencilla, pero implacable. Lo comentamos al hablar de ‘Just Like A Woman’ hace días y en este disco ocurre de principio a fin: en la interpretación grabada de esas increíbles letras, poéticas pero claramente confesionales, Dylan puso muchísimo de sí mismo, desnudó su alma y expuso sus sentimientos. Quizá hasta “enseñó demasiado y después se arrepintió”, como decía Paul Williams, el autor de ‘Bob Dylan, Performing Artist’ (de lejos el mejor análisis antológico de la carrera del artista, por cierto). Efectivamente, las letras de Dylan no habían sido nunca tan autobiográficas… ni lo volverían a ser. El propio autor negaría numerosas veces que ‘Blood on the Tracks’ tratara de ese episodio de su vida, e incluso llegaría a escribir en su autobiografía ‘Chronicles, Volume 1’ (2004) que las canciones en realidad estaban inspiradas en Chejov. Nunca quedó claro si se trataba de una broma sarcástica o del enésimo intento de despiste ante una innegable evidencia (su propio hijo Jakob ha declarado más de una vez que el disco “va sobre mis padres”).
Esa expresión de un sentimiento tan intensa y verdadera, combinada con un extraordinario momento de inspiración musical y el colofón de unas interpretaciones en el estudio verdaderamente mágicas, dan como resultado colosales temas como ‘Tangled up in Blue’, quizá la mejor canción que abre un disco de Dylan. Pop acústico de dolorosa mirada melancólica pero envuelto en pura belleza: una melodía adictiva, preciosos arreglos acústicos con un mágico teclado, una batería que explota gloriosamente tan sólo en los estribillos, y un relato en siete estrofas, como siete micro-capítulos, de una relación. La estructura de ese relato revela además la técnica narrativa que Dylan usará en gran parte del disco: puntos de vista cambiantes, y la perspectiva del tiempo enredada y superpuesta, el lienzo perfecto para entremezclar una fascinante narración ficticia/metafórica sobre su encuentro con Sara (“I had a job in the great north woods / Working as a cook for a spell / But I never did like it all that much (…) She was workin’ in a topless place / And I stopped in for a beer”) y destellos confesionales de verdad (“We drove that car as far as we could / Abandoned it out west / Split up on a dark sad night / Both agreeing it was best”). Dylan canta la canción con una inesperada euforia, quizá incluso liberado, al contrario que la toma de esa canción en las sesiones de NY tres meses antes, mucho más taciturna).
En contraste a ese sensacional “album opener”, la tristeza callada de las piezas más meditativas plasma la otra cara de la moneda, la del dolor por la ruptura. Como la emocionantísima ‘If You See Her Say Hello’ y sus versos de amante añorante pero dolido (“If If you see her, say hello She might be in Tangier (…) Say for me that I’m all right (…) She might think that I’ve forgotten her / Don’t tell her it isn’t so”), o la monumental ‘Simple Twist of Fate’, una obra maestra de acordes descendentes, de escenas superpuestas en las que se pasa del “yo” al “ellos”, en un bello puzle de perspectivas cambiantes: recuerdos entrecortados y escenas de la nueva situación: “He woke up, the room was bare / He didn’t see her anywhere / He told himself he didn’t care / Pushed the window open wide / Felt an emptiness inside / To which he just could not relate / Brought on by a simple twist of fate”.
Entremedio hay espacio para un arcoiris de variedad dentro de lo que es básicamente un disco acústico. Una riqueza que hasta explora géneros brillantemente: la casi country ‘Lily, Rosemary and the Jack of Hearts’, de carácter más ficcional, o ‘Meet me in the Morning’ y su estructura de blues, perfecta para ese lamento que es el eje central del disco. En la cara A se produce también un contraste muy acusado entre la tierna (y bellísima) ‘You’re a Big Girl Now’ y la furibunda diatriba ‘Idiot Wind’, otro reflejo de una lucha interna entre un amor que aún late y la pura rabia (‘You’re an idiot, babe / It’s a wonder that you still know how to breathe”). Las dos caras del disco acaban de manera muy hermosa: ‘You’re Gonna Make Me Lonesome When You Go’, es otro clásicos dylaniano eterno, una de sus canciones más versionadas (hasta por Miley), y otra de las que enfoca la ruptura con un ánimo más luminoso, combinando aceptación (“You’re gonna have to leave me now, I know / But I’ll see you in the sky above / In the tall grass, in the ones I love You’re gonna make me lonesome when you go” – nótese la alusión a sus hijos) y hasta humor con referencias clásicas (“Situations have ended sad / Relationships have all been bad / Mine have been like Verlaine’s and Rimbaud” – en referencia al turbulento romance entre los dos poetas). En cuanto a ‘Buckets of Rain’, es una delicada estampa de lluvia y los sinsabores de la vida sentimental: “Life is sad, life is a bust / All ya can do is do what you must / You do what you must do and ya do it well / I’ll do it for you, honey baby, can’t you tell?”. En ella Dylan suena tan tierno y delicado que recuerda al gran Mississippi John Hurt.
En todas y cada una de las piezas de ‘Blood on the Tracks’ la excelencia musical está al servicio de la expresión de un sentimiento verdadero, muy real, y eso es lo que trasciende al escucharlo, y lo que lo convierte para muchos en la obra favorita de la carrera de Bob Dylan. Sólo queda añadir que es un disco sobre el que podría hasta argumentarse que a la larga ha sido más influyente que los hitos rockeros, casi fundacionales, del Dylan eléctrico de los 60. Desde los 70 hasta la actualidad han sido cientos los artistas de corte acústico, folkie, pero también rock que han cantado las excelencias de este álbum y se han declarado influidos por él. Desde dioses de los 70 como Lou Reed o Emmylou Harris pasando por luminarias de los 80 (The Waterboys, Robyn Hitchcock, Lloyd Cole, The Go-Betweens), las hordas neo-country de los 90 (Indigo Girls, Shawn Colvin, Ani DiFranco), siguiendo por estrellas de sonido americana de los 90 y 2000 como Wilco, Neko Case o My Morning Jacket, también del ámbito jazzístico (Madeleyne Peyroux, Diana Krall, Cassandra Wilson), sin olvidar a artistas singulares como Jeff Buckley, Beth Orton o el propio Jack White. Y no es difícil ver cómo esa alargada sombra llega hasta el momento presente, cómo la actual edad de oro de artistas muy jóvenes (la mayoría mujeres) editando discos en los que se confiesa hasta el sentimiento más profundo, en los que se exploran aspectos autobiográficos hasta de salud mental, ha sido influida por la corriente que ‘Blood on the Tracks’ inició, de Phoebe Bridgers a Waxahatchee pasando por Weyes Blood, Angel Olsen, Julien Baker o Courtney Marie Andrews (que lo considera su disco favorito). Es irónico pues que Dylan iniciara esta revolución confesional, la de volcar sentimientos y biografía en las canciones, con un disco que es prácticamente la excepción de su carrera: como comentábamos antes, el artista de Minnesota no volvería a abrir su alma así nunca más.