Música

Sílvia Pérez Cruz / Toda la vida, un día

En la época de los vídeos de TikTok, el “scrolling” eterno, las montañas de novedades musicales inabarcables que afrontar cada semana, las versiones “sped up” de canciones diseñadas para acelerar el chute de dopamina en el cerebro y que llevan el lema de Roxette “no seas un muermo, llega ya al estribillo” a su expresión literal, Sílvia Pérez Cruz es una de esas artistas que buscan recordarnos la importancia de parar, reflexionar, respirar. De personarnos en el presente.

Su nuevo disco, ‘Toda una vida, un día’, repasa las etapas de la vida, desde el nacimiento al “renacimiento” pasando por la juventud, la madurez y la vejez. Sílvia reivindica la juventud vivida sin prisa, en las entrevistas recuerda que a los 26 años a nadie se le pasa el arroz, como algunos amigos suyos creen, quizá porque la sociedad nos ha convencido de que la vida se vive siguiendo unas reglas determinadas, como si eso fuera posible; y también pone en valor la vejez por lo que es, una etapa definida por el “peso” de la sabiduría. Cuenta que desearía que más artistas maduros o de “60 o 70” años disfrutaran de la visibilidad y el reconocimiento que merecen.

Ella da espacio en su disco por ejemplo a la argentina Liliana Herrero, que canta con Sílvia la solemne pista titular, y se rodea de amigos en la sección dedicada a la madurez para recordarnos la importancia de cuidar a quienes nos quieren. Con Natalia Lafourcade canta ‘Mi última canción triste’ y a Salvador Sobral le pone a hacer coros en catalán, aunque la mejor colaboración de ‘Toda la vida, un día’ es la del coro celestial que emerge en muchas de las canciones, en calidad de sentimiento colectivo. Es mágica su primera aparición en ‘Els dracs busquen l’abril’, por ejemplo.

Musicalmente, las canciones buscan su lugar en diferentes raíces y su visión es global. El disco mantiene en casi todo momento un tono solemne y sobrio, sabio también, pero a la vez captura esa belleza del folk que atraviesa el tiempo. Los sentimientos también varían: en el movimiento dedicado a la juventud, una composición como ‘Aterrados’ incorpora gritos y cuerdas desafinadas, buscando capturar una sensación de perturbación y de desorientación ante la “inmensidad” de la vida. En el renacimiento la alegría de ’21 de primavera’ recupera la inocencia de la infancia, y en ‘Nombrar es imposible’ las influencias de la bossa perfilan una composición sublime que busca liberarse de las restricciones del lenguaje, volar libre.

Precisamente la bossa de ‘Ell que no vol que el món s’acabi’ abre el disco y es preciosa en su arreglo a guitarra y violines, y las influencias van más allá: ’Planetes i orenetes’ incorpora percusiones de reminiscencias afrocubanas y muchas de las composiciones cuentan con ese regusto atemporal del folk que no conoce fronteras. El flamenco de ‘Salir distinto’, en sus épicos ocho minutos de duración, conforman el momento álgido del disco, pero el jazz también tiene cabida. Si desconocías que Sílvia toca el saxofón, te lo demuestra en ‘Sin’, en la que las melodías de este instrumento se mueven a un compás reposado, oceánico, que remite al ‘Anchor Song’ de Björk.

La sección más arriesgada de ‘Toda la vida, un día’ es la que narra la juventud, según la propia Sílvia. Por eso se atreve a meter autotune en ‘El poeta es un fingidor’, de melodía vocal inspirada en la copla. Es un instante curioso en el disco, pero también una simple anécdota, una gota en el océano de sonidos, instrumentos y colaboraciones que vamos descubriendo a largo de esta hora de duración. El mensaje que cala de ‘Toda la vida, un día’ es precisamente el de la importancia de aprender a apreciar la lentitud de las cosas: el disco se desarrolla pausado, sin prisa, nos invita a descubrir aquello que se esconde en los silencios y de paso sirve de documento de los últimos tres años de la vida de Sílvia, ejerciendo de diario «universal» que nos puede unir a todos, a través de todas las generaciones.

Los comentarios de Disqus están cargando....
Share
Publicado por
Jordi Bardají