Esta edición del Azkena Rock Festival se salda con 48.500 espectadores, algo más que el año pasado. En la jornada final la lluvia fastidió un poco el inicio del festival, pero por suerte a partir de las ocho de la tarde el clima fue benigno con los asistentes.
El ritual azkenero se repite: quedar en las terrazas de la Virgen Blanca, esperar a que empiece Chuck Prophet & The Mission Express a las 13:30. Ahora soy yo la que se tuesta en la plaza bajo el sol, untada de protector solar y cubierta con una gorra. Chuck abre con ‘Wish Me Luck’. Suena realmente bien, realmente enérgico. Cinco minutos es lo que aguanto: soy incapaz de soportar el sol directo. Dan lluvia para esta hora, pero el cielo es radiante. Sigo el concierto refugiada de nuevo en una terraza, pero no es lo mismo. En el centro de la plaza hay una muchedumbre entusiasmada con el concierto, bastante más resistente al calor que yo.
A partir de las cuatro de la tarde es cuando cae la anunciada tormenta. A las siete sigue lloviendo, aunque mucho menos. Mi camino al recinto de Mendizabala pasa buena parte acompañado por cánticos de seguidores del Alavés: el equipo se juega pasar a Primera División esta noche. Mi objetivo es llegar para ver a Nat Simons con Cherie Currie, de Runaways. Pero el escenario Love se ha inundado, se han tenido que cancelar un par de actuaciones y ellas pasan a las 00:45, casi la misma hora a la que toca Iggy Pop. Una pena no poder verlas. Amanda Shires, en el escenario God, suena bien, pero su country dulce aporta demasiada melancolía en un momento en que necesitamos algo que nos caliente un poco. Aunque lo compensa tocando ‘Always on My Mind’ en versión Elvis.
La que sí que viene dispuesta a encender el recinto es Ana Popovic. La “guitar heroine” conduce una banda de fuste (ella a la guitarra, órgano, metales…) y practica un funk-blues muy sandunguero. A esto hay que sumar su exuberante presencia. Resulta muy graciosa cuando canta el batería y ella hace playback. Y acaban con una versión de ‘Thriller’ cantada de nuevo por el baterista (algo justito de voz) mientras ella baila. La gente se lo está pasando bien y, encima, sale el sol.
El de Lucinda Williams es el concierto más emotivo y memorable de la jornada. A ella se le notan las secuelas del ictus: tiene la movilidad del lado izquierdo comprometida y no puede tocar la guitarra. Su timbre vocal está avejentado… Pero la fuerza y la expresividad de su voz siguen siendo las mismas. Y su actitud: yo vi a una Lucinda mucho más desafiante que frágil. Además, su banda es de aúpa.
La actuación arranca de sopetón con ‘Protection’ y tengo que correr para encontrar una buena ubicación. Llega la música de otro escenario y hay mucha cotorra suelta entre el público, así que me tengo que meter bien en el meollo. Y justo es cuando llega el momento en que Lucinda nos arranca las lágrimas por primera vez: ‘Drunken Angel’, muy emotiva. De hecho, a partir de aquí el concierto, que ya ha empezado bien, se eleva. La muy nostálgica ‘Fruits of My Labor’ nos transporta al Sur. En ‘Are You Down’ entona un casi reggae sobrenatural, con un largo paisaje instrumental. Ella se mueve con dificultad y a la vez es tan emocionante verla durante el tramo instrumental dando palmas y bailando….
Como para no dejarnos caer en la melancolía, Lucinda nos echa encima toda su maquinaria rockera: la rumbosa ‘Let’s Get the Band Back Together’, de su próximo disco ‘Stories from A Rock N Roll Heart’. O el blues corajudo de ‘Joy’: cómo dice decidida “You took my joy, I want it back!”. Y sonríe abiertamente y cómo suena la guitarra, ay. Y ya no hay cotorras ni sonidos extraños de otros escenarios. Sólo Lucinda y nosotros. ‘Essence’ cae como lluvia de primavera, tan sensual. Hay un momento escalofriante, cuanto canta lo de “baby, sweet baby” casi a pelo, solo con la guitarra. Cuando acaba nos aclara: “por cierto, esta canción va de sexo. No de drogas. Lo digo porque hay rumores que dicen que estoy metida en heroína. Incluso me lo han preguntado directamente. ¿Tengo aspecto de tomar heroína? ¡Estaría mucho más delgada!”, bromea.
Lucinda nos devuelve al rock y a la contundencia en ‘Honey Bee’, dando palmas, pidiéndolas. Lo que nos tiene ya calentitos para uno de los puntos álgidos de la jornada: su versión del ‘Rockin’ in the Free World’ de Neil Young: nos desgañitamos, cantamos, hay una comunión total. Y ella se acerca, nos anima. Y acaba y no queremos que se vaya. “Amor y paz”, nos dice en castellano. Nosotros coreamos su nombre, ella se abraza. Y nos deja la piel de gallina.
Con las lágrimas aún en los ojos, es hora de ir a cenar. El Alavés sigue jugando. Hay mucha gente siguiendo el partido a través de los móviles. De repente, la locura: un penalti en el minuto 129 da la victoria al equipo. ¡El Alavés regresa a Primera! Salgo corriendo a ver si logro ver algo de Melvins. Sólo los diez últimos minutos. Me he perdido un bolo apoteósico, me informan. Al menos, logro llegar a tiempo para que su apisonadora stoner me atropelle un poquito. Buzz Osborne (vestido de sacerdote: parece que es tendencia este año) con Steve McDonald de bajo (Redd Kross) son toda una bola de energía eléctrica. Ellos lo pasan en grande, y nos lo hacen pasar en grande. Estoy engoriladísima, pero por a o b, acaban su actuación casi un cuarto de hora antes de lo previsto.
Iggy Pop es el máximo reclamo de la jornada. En las pantallas hay vídeos en blanco y negro de un joven Iggy vestido de sadomaso, mientras la guitarrista, sola en el escenario, toca con un arco. Poco dura la deriva arty: Enseguida salta Iggy al escenario, descamisado, chuleando, su torso solo cubierto con un chaleco. En su banda además hay una sección de metales que le da a su cancionero un toque de soul enloquecido, sorprendente pero muy certero. Él va algo justito de voz, pero sobrado de actitud. Su cuerpo está ajado por fuera, pero mantiene la energía intacta por dentro. Y, claro, poco dura el chaleco. Antes muerto que vestido.
Que Iggy Pop haya sacado disco nuevo es anecdótico, porque este es un concierto de hits. Caen seguidas ‘Raw Power’ y ‘Gimme Danger’ de los Stooges, sin anestesia, puro salvajismo. Él a ratos parece cantar por un lado mientras la banda suena por otro. Pero da igual. Somos prisioneros de Iggy. Es todo un akelarre descomunal. ‘The Passenger’ con los vientos es una barbaridad, todos cantamos el “lalalala”, mientras él hace el payaso, se pone el micro en los pantalones, susurra la canción. Y para rematarnos, ‘Lust for Life’.
Hay un pequeño oasis de calma antes de que Iggy nos explique que él solía estar en una banda llamada The Stooges y que tenían una canción que no se llegó a publicar porque era “demasiado enferma”, a pesar de ser su favorita: ‘I’m Sick of You’. Y hay un momento un poco raro porque de repente se para un poco y se escucha el escenario de al lado. Escenario que quedará acallado con la andanada de ‘I Wanna Be Your Dog’, apabullante entre vientos y la tormenta de guitarras. “Te quiero mucho”, dice Iggy. Ahora la calma un poco, ahora llega la explosión. Y ‘Search and Destroy’ ya es una locura. Y no puedo evitar fijarme en sus pantalones. ¿Iggy lleva una pistola o se alegra de vernos? La verdad, no logro dilucidarlo, pero no puedo evitar mirar allí, tratando de adivinarlo.
En pleno éxtasis stoogiano Iggy nos abandona, pero vuelve para los bises, que resultan un tanto fríos después de toda la locura que hemos vivido, aunque sean clásicos de los Stooges como ‘Down on the Street’ o ‘Loose’ de los Stooges. El honor de cerrar lo tiene ‘Frenzy’, de su último disco ‘Every Loser’, e Iggy nos regala todos sus aspavientos: tira el micro, se retuerce en el suelo… Genio y figura.