Mark Linkous, el nombre detrás de Sparklehorse, se suicidó el 6 de marzo de 2010. Llevaba años lidiando con una fuerte depresión, agravada por el suicidio de su amigo Vic Chesnutt y la separación de su mujer. La de Sparklehorse era una música tan trémula como vital: indie pop de autor que tocó cima con el estupendo ‘It’s a Wonderful Life’ en 2001.
Quizás la memoria de la música de Linkous corría el riesgo de desaparecer en una época de consumo rápido y masivo como esta. Para evitar que esto pudiera suceder, trece años después de su muerte, sale a la luz este ‘Bird Machine’: “Antes de fallecer, Linkous dejó un puñado de canciones grabadas que iban a formar parte de su quinto álbum de estudio. Steve Albini las produjo con él en Chicago. El sello Anti pretendía publicar el disco a 2009, pero evidentemente esto nunca sucedió. (…) Matt, hermano de Linkous, y Melissa, su hermanastra, se han encargado de poner en marcha el proyecto, respetando en todo momento las ideas originales de su autor. Según Pitchfork, Sparklehorse dejó el título del disco y su listado de pistas provisional escritos en una nota. La mayoría de canciones estaban terminadas. A otras, el productor Alan Weatherhead le ha realizado pequeños cambios”.
Por qué este disco sale ahora y no lo hizo en su momento, o poco después de la muerte de Linkous, no lo sabemos. Lo que está claro es que es una obra de amor, de aquel que se niega a que un ser querido quede sin decir la última palabra. La última palabra de Mark Linkous era este ‘Bird Machine’, y Mark y Melissa Linkous nos la han traído a la luz. Y no es uno de esos discos póstumos toscos, a base de retazos y descartes. Tiene la arquitectura de disco finalizado, sin ninguna traza de sonido maquetero. Suena a la continuidad natural de su último disco sin co-autorías, ‘Dreamt For Light Years In The Belly Of A Mountain’ (2006). En ‘Bird Machine’ quizás sorprenda la intensa vitalidad, casi felicidad, que desprende todo el disco: una colección de canciones pop de hermosas melodías, grandes estribillos, bastante clásico: quizás lo más accesible que hubiera hecho nunca. Todo entonadas por la voz de Mark trémula e infantil, siempre en un falsete quejumbroso, reinando en un voluntario segundo plano.
No puede sonar más feliz el inicio del disco, como si fuera un spot televisivo buenrollista, con ‘It Will Never Stop’, arrancando con el contagioso estribillo, mientras Mark canta a través de lo que parece un megáfono, distorsionado: puro gozo trotón. ‘Kind Ghosts’, con todos sus efectos de indietrónica, retrotrae a lo bueno de principios de los dosmiles, aunque la letra en que suplica, quizás al amante, que vuelva contrasta con su luminosidad. ‘Evening Star Supercharger’ es un trozo de magia que parece robada a los Mojave 3.
El disco oscila entre la calma, como la nana envenenada ‘O Child’, y el pop-rock el acelerado (al estilo de los R.E.M. de los 80), ‘I Fucked It Up’, que tras su brillante y feliz aspecto oculta una letra de derrota: “Pude haber sido una estrella del rock. La jodí bien / Y lo pagué, lo pagué, lo pagué”. Y piezas mayores como ‘Hello Lord’, que también esconde una letra amarguísima en un himno al Señor que puede retrotraer a los de Jason Pierce: “Hola Señor, ¿Cómo están tus hijos? ¿Están todavía alborotados y peleando? Con todas estas armas que les hemos dado”. Y casi puedes ver a Dios mientras canta: “Come for Me, Come for me…”.
También hay canciones cercanas a la psicodelia clásica como ‘Chaos of the Universe’ o la zumbona versión de ‘Listening to the Higsons’ de Robyn Hitchckok, que enlaza con la nana beatleniana ‘Everybody’s Gone to Sleep’. Y cuando cierra con la súplica ralentizada, brevísima, ‘Stay’ (“quédate para este día, va a ser más brillante”) un nudo te atenaza la garganta. Porque duele comprobar cuán brillantes eran las canciones de Mark Linkous, y porque duele no tenerlo con nosotros más.