La vida de Adèle" narra un romance extraordinario: el de una cámara de cine con una actriz de apellido Exarchopoulos. Preparen los suspiros. Como un brujo que graba imágenes intentando capturar las esencias, el director Kechiche acerca el relato vital de esta joven a la altura de la mirada del espectador, que cae hechizado como ante el latido de un primer amor febril e inevitable. Su despliegue de cercanÃa asombra, y su aparente simplicidad parece solo evidente, pero no lo es en absoluto; persiguiendo la sensación de naturalidad, se dirÃa que estamos ante una de esas pocas obras que alcanzan âcasi de forma inesperada- la perfección de lo real.
Lo extraño no es que una intérprete primeriza se apodere de un pelÃcula (y del que la contempla) con tal fuerza como aquÃ; el milagro es que una historia aparentemente tan sencilla embauque hasta lograr una seducción indescriptible. A lo largo de varios años seguimos el relato de una joven con dudas como heridas, en un viaje salpicado de sonrisas y lágrimas que cicatrizar.
AsÃ, observar la mirada de esta joven, sumergirse en sus ojos y ver a través de sus ojos, supone un pequeño privilegio, un deleite y el descubrimiento no sólo de una actuación apasionante, también de una nueva referencia imprescindible del "cinema verité", atrapando la naturalidad de sus dos protagonistas (serÃa injusto no destacar también el papel de Léa Seidoux); no es difÃcil vislumbrar la legión de directores venideros que querrán imitar este estilo de rodar de Kechiche (y muchos otros antes, claro) de "cámara al hombro y a 20 centÃmetros de la piel", buscando una magia invisible que no hallarán.
Es muy probable que nunca jamás vuelvan a grabar a Adèle Exarchopoulos ajustándose el pantalón cuando camina, o comiendo espaguetis, o durmiendo destapada. Y son el conjunto de esos momentos, adornando el citado juego de miradas âuno de los más logrados de la historia del cine-, los que hacen de esta pelÃcula algo especial, el arrebato de la rendición ante el detalle, de una manera tan fascinante que cuando llegó el sexo, que era su reclamo publicitario, no quedaba más piel que erizar. Una obra de arte a la altura de las más grandes de los últimos tiempos.
Pablo Kurt: FILMAFFINITY