Había que llamar a la puerta con una capa y una máscara.
Al abrirte, lo primero que hacían era preguntarte el santo y seña y tenías que responder: "Eu gosto de francesinhas".
Solo en el caso de haber acertado te dejaban entrar, pues entendían que querías acabar la noche relleno como un pastel de Belem.
Si fallabas, llamaban a la policía y te detenían por un delito de depravación moral.
Qué arriesgada era Lisboa, Javier.