El día antes de la final en Estocolmo fui a un encuentro que montó la delegación ucrania con la comunidad de expatriados. Era en un teatro pequeño en un sótano.
Recuerdo que estaba lleno de abuelas que lloraban y entregaban a Jamala ramos de flores y bordados, como una especie de ofrenda a la virgen. Ella, maquillada y peinada como si fuese a los Oscar, no se comportaba de forma emocional, más bien estoica, como una embajadora. La gente que levantaba la mano para hablar no hacía preguntas, sino que contaba su vivencia personal y terminaba llorando. Ahí me quedó claro que la dimensión política de Jamala y de su canción era ya enorme antes de ganar, y que ella buscaba precisamente reforzar eso.
Imagino que cuando ganó ella misma asumió ese rol de guardiana de la unidad nacional ucraniana, para bien y para mal. Tampoco le tengo mucha simpatía personalmente, pero sí veo coherencia en su propuesta y en todo lo que se derivó de ella hasta hoy.