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‘El mal no existe’: la impredecible reflexión de Hamaguchi

Un travelling contrapicado va pausadamente recorriendo un bosque helado, la música inquietante alarma de que algo truculento puede suceder en cualquier momento, pero no hay ninguna pista que indique que esto sea cierto. La secuencia acompaña a los créditos iniciales y sirve como carta de presentación de una película que se niega a ser únicamente una cosa.

En ‘El mal no existe’ -Gran Premio del Jurado en el Festival de Venecia- Ryusuke Hamaguchi parece huir voluntariamente de ese halo de “gran obra” que recorría ‘Drive My Car’ para adentrarse en una historia mucho más pequeña y minimalista cuyas intenciones narrativas van cambiando conforme avanza.

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La película se sitúa en un pequeño pueblo a tan solo unas horas de Tokio donde viven tranquilamente Takumi y su hija pequeña. Su vida sencilla contrasta brutalmente con la de la gran ciudad, de donde llega una poderosa empresa que quiere instalar un glamping para escapadas rurales en la zona. Los habitantes se dan cuenta de que la compañía no está correctamente informada de las consecuencias que la construcción de este nuevo espacio supondría, por lo que se oponen a ello.

En una de las secuencias más importantes de la película, dos trabajadores de la empresa de Tokio exponen a los habitantes del pueblo su idea de construcción. Hamaguchi filma la asamblea con todo lujo de detalles, sin ahorrar al espectador ni un minuto de debate, alargando considerablemente la escena. Algo que no debería sorprender a nadie que esté familiarizado con su filmografía, ya que al cineasta siempre le ha interesado dilatar secuencias aparentemente anodinas para extraer de ellas toda la información necesaria para provocar reflexiones en los espectadores. Ejemplos de ello lo encontramos en el segundo relato de ‘La ruleta de la fortuna y la fantasía’ o en esa larguísima clase de yoga dentro de las cinco horas y media que dura ‘Happy Hour’.

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En ‘El mal no existe’, Hamaguchi abre espacio para la reflexión sobre el impacto negativo de las ciudades en el medioambiente, acercándose a sus protagonistas con sumo respeto y también con cierta distancia. Bajo un ritmo decididamente sosegado, el cineasta compone paulatinamente un relato que vira y evoluciona de una manera tan orgánica que sus engranajes narrativos son prácticamente imperceptibles. Es por ello que las sorpresas que se guarda bajo la manga resultan tan efectivas, especialmente a nivel discursivo.

Tratándose en todo momento de una película algo menor, es difícil no reconocerle sus momentos brillantes. Incluso si durante gran parte del metraje no aparece el mejor Hamaguchi, los últimos minutos son una excepcional muestra de su inteligencia como cineasta, haciendo de ‘El mal no existe’ una obra tan esquiva y árida como, en ocasiones, fascinante sobre la moralidad y todas las complejidades de aquello que nos hace humanos.

Un travelling contrapicado va pausadamente recorriendo un bosque helado, la música inquietante alarma de que algo truculento puede suceder en cualquier momento, pero no hay ninguna pista que indique que esto sea cierto. La secuencia acompaña a los créditos iniciales y sirve como carta...‘El mal no existe’: la impredecible reflexión de Hamaguchi