Ante todo, avisar que aquellos que acudan al cine pensando que van a ver una recreación de los conciertos que gente como Janis Joplin, Joan Baez o Jimi Hendrix dieron en agosto de 1969 que se quiten la idea de la cabeza, puesto que Lee ha preferido contar la historia desde otra óptica, la de Elliot Tiber: un joven decorador de Nueva York que tuvo un papel muy importante a la hora de convertir en leyenda el festival gracias a que convenció a algunos habitantes del pequeño pueblo de White Lake para que acogieran los conciertos que el pueblo de Woodstock había prohibido a pocos días de celebrarse. Una excusa para mostrar al público un divertido mosaico de personajes en el que destaca, por encima de todos, Imelda Staunton, la gruñona madre de Elliot que protagoniza con sus gruñidos y gestos -genial cómo manda a escobazos a un grupo de actores desnudos que viven en su granero- las escenas más cómicas del filme. Aunque Liev Schreiver tampoco se queda detrás dando vida a la travesti Vilma.
Porque esta es otra gran noticia. Después de bien de dramas y más dramas, Ang Lee ha vuelto a la comedia pura y dura con, afortunadamente, muy poquitas concesiones a la moraleja y la lágrima fácil. El director narra pero no juzga, al menos no a los hippies que, en manos de cualquier otro, habrían caído en la total caricatura. Y se agradece la postura, puesto que para demonizar los excesos de la juventud ya tenemos los noticiarios de cada día y nuestras propias conversaciones. A partes iguales. Que siempre nos creemos muy originales y machitos por las tonterías que podemos llegar a hacer en el FIB o similares y resulta que ya estaba todo inventado hace cuatro décadas. ¿Acaso no tiene gracia? 6,5