Y ya no sólo me refiero a que el grueso de nombres que conformaban el festival (recordemos, un festival que quiere marcar tendencia) -Willy Mason, Matthew Dear, Twin Shadow, Mark Kozelek… ¡¡¡John Cale!!!- hagan de Londres la capital del bostezo, sino que todo lo que la rodea da la impresión de que vive esclava de su propio personaje, pagada de sí misma y de unos clichés que hoy día a nadie ya sorprenden, ni siquiera el giro de las hordas de hipsters al heavy metal o al hip-hop, según me asegura mi amiga Laura del recién difunto colectivo Dance Magic Dance.
Salvemos de la quema a Anika, defendiendo su propuesta lánguida e hiératica a primera hora de la tarde, a L-Vis 1990 dándole una patada en el culo a James Blake DJ, y mostrándole que pinchar es distinto que poner unos cuantos temas que te gustan. Lástima que progresivamente desplazaran los ritmos herederos de la electrónica de los 90 tipo Orbital o Letfield para virar hacia un dub facilón. Siendo un poco menos radicales, admitir lo correcto del concierto de Ariel Pink (¿qué fue de la electricidad del Ariel Pink de Caracol?) y lo anecdótico de la propuesta de Omar Souleyman, que completaba el guiño étnico del festival, junto a Konono Nº1 y Sun Ra Arkestra.
Aún quedaban dos de los platos fuertes. Por un lado, James Blake, la joya de la corona, demostrando que es, simplemente, lo mejor que ha dado en muchísimos años esta ciudad. Y por otro, The Horrors, justificando por qué se les había programado en un escenario tan pequeño. Curioso lo de este grupo, sobrado de actitud, con grandísimas canciones, y directo infame. Si algo hay que agradecerles es que lo hicieran tan rematadamente mal desde el comienzo como para estar a tiempo de ver el conciertazo de Veronica Falls.