La mires por donde la mires, todo funciona bien en la ‘La isla mínima’. La trama policíaca es intrigante y absorbente. Avanza de manera ejemplar, con una dosificación de la información perfecta, de manual. Ni subraya de forma innecesaria ni se pasa de confusa. Los personajes están perfilados hasta en el más mínimo detalle. Tanto los dos policías protagonistas, de ideología y métodos antagónicos (fabulosos Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez), como la amplia nómina de secundarios, habitantes de las marismas que ayudan a contextualizar la trama y a hacerla avanzar.
El retrato de la sociedad española tardofranquista, de la realidad política de la época, es también excepcional. El director captura toda esa tensión pre-golpista de 1980 -el caciquismo contra los primeros movimientos obreros de la democracia-, así como la roña nacionalcatolicista que todavía cubría (¿y cubre?) a muchos pueblos españoles. Todas esas aguas residuales de la dictadura, ese machismo y oscurantismo, esa corrupción generalizada y sistemáticamente ocultada. Sin olvidar el trabajo policial: eficaz pero violento, voluntarioso pero sin medios (los policías empiezan la película sin coche y casi sin habitación).
Pero si hay algo que destaca por encima de todas las virtudes de ‘La isla mínima’, que ya es decir, es la sensacional y subyugante atmósfera conseguida para narrar esta historia. La utilización del espacio geográfico, de la belleza pero también dureza de las marismas del Guadalquivir, nada tiene que envidiar a las llanuras heladas de ‘Fargo‘ o las aguas pantanosas de ‘True Detective‘, por poner dos ejemplos de obras maestras del “thriller geográfico”. Apoyándose en la atmosférica música de Julio de la Rosa y la evocadora fotografía de Alex Catalán (¿se llevará el Goya a la tercera?), Alberto Rodríguez consigue algo parecido a lo logrado por Rafael Chirbes en su novela ‘En la orilla‘: la metáfora perfecta de una realidad social, y criminal. 9.