El debutante László Nemes se ha sumergido en las profundidades de Auschwitz adoptando un punto de vista insólito. El director aplica una mirada dardenniana, neutra y despojada de artificios sentimentales, al terrible día a día de un sonderkommando, los prisioneros judíos que eran obligados a trabajar en las cámaras de gas y los crematorios. La cámara se pega al protagonista para hacer partícipe al espectador de su labor diaria, desde conducir a los recién llegados a las cámaras de gas hasta esparcir sus cenizas en el río. La cotidianidad en un campo de exterminio como nunca lo habíamos visto.
El director utiliza una puesta en escena de una eficacia dramática extraordinaria. Estrecha los límites de la pantalla (formato 4/3), alarga la duración de los planos, deja fuera de foco los contornos y manipula sabiamente la banda sonora. El resultado es una inmersión en primera persona en el corazón de las tinieblas. Apenas vemos nada. Solo escuchamos, vislumbramos y, lo que es peor, imaginamos lo que allí está ocurriendo. Nemes demuestra que, en ocasiones, es mucho más eficaz mostrar el horror de forma oblicua, sesgada, desapegada, que de manera frontal, subrayada y «sentimentalizada».
Sin embargo, ‘El hijo de Saúl’ no es una película redonda. Además de la cuestionable caracterización de los nazis, en el límite de lo grotesco, su dispositivo formal es tan arriesgado y está tan presente, que a veces, no demasiadas, devora a la propia película. Alimenta la reflexión, cierto, pero también limita la emoción. Sus largos planos-secuencia (Nemes fue ayudante de Béla Tarr en ‘El hombre de Londres’) resultan hipnóticos y perturbadores la mayoría de las veces, pero otras consiguen el efecto contrario: la desconexión emocional. Aun así, estamos ante una de las películas más relevantes del año pasado. 8.