Carney repite melodía en ‘Sing Street’ –la formación de una banda de rock y el surgimiento de una historia de amor- pero no letra. Esta vez las canciones tienen tintes autobiográficos. Llevan hombreras, maquillaje y el pelo cardado. Estamos en 1985, en un Dublín en plena crisis económica. Los jóvenes emigran hacia Inglaterra, y los que no pueden, como el protagonista, se refugian en la música new wave: Duran Duran, The Cure, Spandau Ballet…
La Irlanda que evoca Carney es realista, proletaria, católica; como recién salida de las primeras películas de Stephen Frears o Jim Sheridan. Sin embargo, la historia que narra es todo lo contrario. Es casi como una ensoñación, un relato mágico donde un chico de barrio monta un grupo de un día para otro, cambia de look cada semana aunque no se pueda permitir un calzado nuevo, y se sobrepone a las dificultades familiares, escolares y sentimentales con la misma facilidad con la que compone canciones fabulosas. Todo es encantadoramente inverosímil. Todo es un musical.
‘Sing Street’, título que da nombre al grupo que forman los adolescentes, es como si fuera una de las canciones pop que interpretan éstos durante la película: sencilla, ligera y de un romanticismo contagioso y dulzón. Los dedos se te van a quedar pegados a la butaca por el exceso de melaza, pero los pies se te van a ir volando como los sueños de la pareja protagonista. 7,5.