Fleet Foxes y Rosalía sobresalen claramente frente al resto

Se antojaba pequeño el escenario El Vaixell para el predicamento que viene acumulando Rosalía y, efectivamente, diría que fue el concierto más multitudinario que yo recuerdo en este escenario. Un arma de doble filo, porque se echó un poco de menos el silencio que requerían los momentos más sutiles. En cualquier caso, Rosalía mostró igualmente que sigue inspiradísima, fantásticamente asistida por un Refree con el que es evidente que se entiende de vicio, logrando poner los vellos de punta como los grandes cantaores. Aunque se salió del guión al inicio –con una versión del célebre tango ‘Aunque es de noche’ de Enrique Morente– y final –con la emocionante bulería de Manuel Molina ‘Que nadie vaya a llorar–, el dúo no se anduvo con experimentos y centró su repertorio en el fantástico ‘Los Ángeles’, para gozo de un público entregadísimo que tantas ganas tenía de aplaudirla que llegó a joder el clímax al aplaudir antes de tiempo el final de ‘Catalina’. Los mejores momentos, en cambio, llegaron justo después cuando, quizá encorajinada, agarró un buen hilo que la llevó a hacer auténtica magia con ‘Día 14 de abril’, ‘De plata’ y ‘La hija de Juan Simón’.

En contra de lo que pudiera parecer, el barcelonés Pau Vallvé goza de un enorme predicamento y fue capaz de llenar de manera notable el ámbito de La Cova de un público que cantaba sus letras de memoria. Pese gracias a su autogestión, el arduo trabajo de tocar incansablemente da esos frutos. También se percibe su bagaje sobre las tablas, interpretando con una intensidad arrebatadora junto a una banda rocosa canciones (principalmente del reciente ‘Abisme cavall primavera i tornar’, con algún guiño a ‘Pels dies bons’). ’Porquè collons has trigat tant?’, ‘Que vingui l’hivern’, ‘Nem fent i andavant’ (confeso homenaje a Pink Floyd) o ‘Diguem blat!’ sonaron imponentes, no lejanos en directo de la complejidad y fuerza de los Radiohead de los 90 o unos Grandaddy, clamando por escenarios y audiencias más amplios.

Confieso tener dudas de que la de una propuesta como la de Fleet Foxes lograra, como principal atractivo de la jornada del sábado, empatizar con esa parte del público del festival que no busca delicatessen sino solo pasárselo bien. Para mi sorpresa, el grupo de Robin Pecknold lo logró con creces. Incluso a pesar de que no lo parecía en su arranque, con un sonido demasiado enmarañado en el que las presupuestas sutilezas de su art-folk quedaron totalmente deslucidas y que, para más inri, se centró en presentar ‘Crack-Up’ (‘-Naiads, Cassadies’ y ‘Fool’s Errand’ apuntan a futuros momentos álgidos). Sin embargo, cuando recordaron sus inicios enlazando ‘Ragged Wood’ y ‘Your Protector’), se produjo el gran giro con el que, ya más afinados, consiguieron hacer que el público entrara de lleno en el mundo de montañas nevadas y coloridos collages que planteaban sus sencillos visuales. A partir de ahí, el ayer sexteto confirmó que su folk delicado, emotivo y vibrante no está reñido con la diversión de un grupo de estadio, situándose en un singular punto intermedio. ‘Mykonos’, ‘White Winter Hymnal’, ‘The Shrine’, ‘Blue Ridge Mountains’ o ‘Helplessness Blues’ se mostraron como himnos capaces de hacer saltar, cantar y hasta bailar emocionado al público, como si estuviesen viendo a un Bruce Springsteen o unos Bon Jovi, por decir algo. Un triunfo insospechado pero muy merecido.

Tras el bonito baño de masas de Fleet Foxes, Warpaint se esforzaron por ofrecer un concierto festivo y divertido. Dicharacheras y bailonas, Jenny Lee, Theresa y Emily se movían por el escenario y trataban de animar al personal. El problema es que canciones como ‘Heads Up’, ‘Undertow’ o ‘So Good’, a medio camino de Siouxsie and The Banshees y la corte DFA, son demasiado oscuras y por momentos asfixiantes (especialmente intensa resultó ‘The Stall’) como para bailarlas como si cualquier cosa, por más que ellas insistieran con actitud incómodamente juguetona. Como alguien que asiente con la cabeza mientras su boca emite un “no”. Al final, cuando rematan la faena, ahora sí con todo el público entregado y bailando al son de ‘Love Is To Die’ y, sobre todo, la simple pero enorme ‘New Song’, uno cae en la cuenta: si lo que quieren es que bailemos, que escriban/toquen más canciones así.

No podemos negar que el del grupo australiano Jagwar Ma era un nombre que, a priori, no parecía a la altura de cerrar el escenario principal del festival. Sin una discografía particularmente sólida ni éxitos ampliamente reconocidos más allá de ‘Come Save Me’, parecía una apuesta de riesgo. Sin embargo, el trío, tras obsequiarnos con una sesión de “silent-disco” forzosa (solo había sonido de monitores, pero no al exterior) de más de 10 minutos, demostró que domina unos cuantos trucos aprendidos del house-rock post-Madchester, aderezados con toques jamaicanos y eurobeat, para poner manos arriba a todo el que por allí se acercó. Poca sutileza pero enorme eficacia en la que el esforzado (aunque algo limitado) vocalista Gabriel Winterfield se convirtió en un notable maestro de ceremonias que iba deslizando las certeras melodías de ‘Uncertainty’, ‘Give Me A Reason’, ‘Man I Need’ o ‘O B 1’ entre la tormenta de bases noventeras y guitarras de Jono Ma y Jack Freeman. Un buen número festivalero, sin duda, aunque quizá falto de empaque para estar en lo más alto de la noche.

Fotografía de Fleet Foxes por Mika Kirsi y de Rosalía por Christian Bertrand, ambas cedidas por Vida Festival.

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Publicado por
Raúl Guillén