La inclusión en ‘El amante doble’ de una explícita escena de pegging entre dos estrellas del cine francés deja muy claras las intenciones de François Ozon: estirar los límites de la representación del sexo en la pantalla (el pegging heterosexual es una práctica reducida en el cine comercial a chascarillo cómico) y lanzar al espectador una provocadora metáfora sobre la liberación sexual femenina. Como Buñuel en ‘El perro andaluz’, el inquieto director francés (viendo sus últimas películas nadie podrá acusar a Ozon de repetirse) comienza su película con una imagen muy reconocible de la iconografía surrealista: un primer plano de una vagina que se convierte en un ojo. Esta asociación visual funciona como aviso, como simbólico prólogo que anuncia una estrategia dramática: a partir de ese momento todo lo que veamos surgirá del interior de la protagonista (Marine Vacth, la perturbadora adolescente de ‘Joven y bonita’).
Este punto de vista subjetivo permite al director una gran libertad expresiva y narrativa. Pero, al igual que el tema que trata, ‘El amante doble’ tiene una doble cara. La más atractiva tiene que ver con su puesta en escena. Ozon narra la película de forma muy elegante, utilizando con gran habilidad recursos estilísticos e imágenes simbólicas asociadas al concepto de dualidad -pantallas partidas, juegos de espejos, superposiciones- y al inconsciente –las obras de las exposiciones del museo, las apariciones oníricas, los sueños húmedos… La manera en que están filmadas las sesiones de terapia, jugando constantemente con los encuadres y la división de la pantalla para amplificar su significado, evidencian una vez más (si alguien no ha visto ‘Frantz’ que lo haga lo antes posible) el dominio del lenguaje cinematográfico que tiene este director.
Sin embargo, la película tiene otra cara. Como thriller erótico y aproximación al tema del doppelgänger, ‘El amante doble’ no funciona demasiado bien. No solo es que parezca un pastiche de otras películas –de Hitchcock a Cronenberg pasando por Polanski- sino que estos referentes, más que integrados, parecen estar desperdigados. No existe, como en el cine de un “copión” confeso como Brian de Palma, una relectura lo suficientemente poderosa como para iluminar desde otro ángulo las obras referenciadas.
Desde un punto de vista argumental, Ozon plantea varias preguntas a priori muy sugerentes: ¿Está Chloé soñando? ¿Se está volviendo loca? ¿Le están haciendo “luz de gas”? Pero la forma que tiene de contestarlas, por medio de golpes de efecto y de giros de guión cada vez más disparatados (con un desconcertante guiño a ‘Alien’ incluido), ponen de manifiesto dos cosas: que el director se lo ha pasado bomba rodándola y que no ha sabido trasmitir –por lo menos a quien esto escribe- ese placer por la celebración de la desmesura. Ni a mí, ni al jurado del último festival de Cannes. Y eso que muchos vieron en su presidente, Pedro Almodóvar, a un posible “aliado” para Ozon. 6’9.