El comienzo de ‘Detroit’ es muy prometedor. Siguiendo una estrategia parecida a la de la serie ‘Narcos’, Bigelow combina con gran pericia las secuencias reconstruidas con las imágenes documentales, las de los disturbios raciales ocurridos en esa ciudad del estado de Míchigan en 1967. Por medio de una extraordinaria labor de montaje (esto sí, de Oscar), la directora vuelve a demostrar su enorme habilidad para agarrar al espectador por las solapas y colocarlo en el centro de la acción. La energía y tensión dramática que consigue en la primera hora de película, hasta la detención en el Algiers Motel, es como para clavar las uñas en la butaca hasta los nudillos.
Sin embargo, cuando Bigelow se detiene y decide amplificar su discurso, la película empieza a fallar. Pocos cineastas filman las escenas de acción como esta mujer. Pero, como ya le ocurrió en su filme más fallido, ‘El peso del agua’ (2000), a pocos se les da tan mal el drama. En el momento en que la directora pasa de la furiosa crónica periodística al retrato de los personajes y sus conflictos dramáticos, sus limitaciones salen a la luz. A pesar de la esforzada labor de los intérpretes, en especial de John Boyega y Will Poulter, los personajes resultan demasiado unidimensionales y maniqueos, casi como si estuviéramos viendo cualquier thriller de terror tipo ‘The Purge
’.El rutinario tercer acto, centrado en los interrogatorios, juicios y consecuencias de esa noche de terror, se alarga de forma innecesaria. Bigelow busca indignar al espectador, pero lo único que consigue es aburrirle. La conexión emocional hace tiempo que se ha perdido, como lo demuestra el poco interés que suscita el drama del vocalista de The Dramatics, traumatizado por los hechos que vivió esa jornada. La pertinencia de contar una historia como la de ‘Detroit’ es innegable, y su estreno sin duda abrirá necesarios debates (las conexiones con el presente son evidentes). Pero la forma de hacerlo, por lo menos en su segunda parte, no. Esta vez Bigelow ha disparado con una pistola de fogueo. 6.