Cine

‘En realidad, nunca estuviste aquí’: matando pederastas a martillazos

Antes de empezar, un aviso: no hagas mucho caso al cartel de esta película. Lo digo para que no te pase como a mí y creas que te has equivocado de sala. Las expectativas que suscita su lectura –visual y escrita- tienen poco que ver con lo verás después. “Entre ‘Taxi Driver’ y ‘Drive’”, se promociona en letras amarillas. De la primera, se podrían encontrar trazos (muy superficiales) en su protagonista, un ex marine traumatizado que rescata niñas de las garras de los tratantes de blancas. Vale. Pero de la segunda, nada de nada. Aunque la imagen de Joaquin Phoenix llevando a una niña a su espalda podría recordar a Ryan Gosling en el filme de Nicolas Winding Refn, tanto el personaje –un antihéroe trastornado, depresivo y desaliñado que vive con su madre- como el estilo -austero, elíptico- son la antítesis del esteticismo cool que practica el director de ‘The Neon Demon’.

Y luego están los desconcertantes premios en Cannes. El de mejor actor para Phoenix es menos discutible; aunque, para mi gusto, sea la típica actuación “intensa” donde ves más al intérprete que al personaje. Pero el de guión, es incomprensible. No es que sea malo, pero es lo que menos destaca. Cualquiera que haya visto alguna película de Lynne Ramsay, desde su deslumbrante debut ‘Ratcatcher’ (1999) hasta la notable ‘Tenemos que hablar de Kevin’ (2011), se habrá dado cuenta de que lo que más sobresale de ellas no es la originalidad o la complejidad de su argumento sino su construcción narrativa, su puesta en escena.

Para ello, la directora escocesa se sirve de dos elementos fundamentales en su cine: el montaje y la banda sonora. En su última película ha vuelto a contar con los dos nombres que brillaron en ‘Tenemos que hablar de Kevin’: Joe Bini, montador habitual de los filmes de Werner Herzog, y Jonny Greenwood, de Radiohead. Gracias a su fabulosa labor, Ramsay ha conseguido convertir ‘En realidad, nunca estuviste aquí’ en una intensa experiencia sensorial, un relato sórdido, roto y melancólico construido por medio de un montaje lleno de planos detalle (las cicatrices del cuerpo del protagonista), flashbacks (su terrible infancia y vivencias en la guerra), elipsis (muchas de las escenas violentas), y una música de enorme presencia y potencia expresiva.

De esta manera, reduciendo al mínimo el argumento de la novela homónima de Jonathan Ames (ex de Fiona Apple) en la que se basa (editada en 2015 por Principal de los Libros), la directora consigue traducir a imágenes y sonidos la torturada mente del protagonista. La fragmentación del relato, del cual nunca obtenemos todas sus claves (aunque la imaginación de cada cual lo complete), es también la de su psique. Vemos la película a través de su mirada alucinada y psicótica. Realidad, recuerdos (quizás un exceso de traumas) y visiones se mezclan, a veces en una misma secuencia. El resultado es una película que funciona como los martillazos del protagonista: no se ven, pero se sienten. 8.

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Publicado por
Joric