Tras la muerte de David Bowie, seguida de la muerte de Prince, seguida de la muerte de Leonard Cohen, seguida de la muerte de George Michael, lo tenía claro. Tenía que dejar a un lado mis más y mis menos con Bono o de lo contrario jamás me lo podría perdonar. A un lado los ‘Vertigos’ (¿sólo yo suelto «¡14!» cada vez que oigo «1, 2, 3» en una canción cualquiera, aunque sea ‘Mi gente’?), a un lado los ‘Lemons’ y los Muchachada Nuís, a un lado su labor humanitaria vs los paraísos fiscales. Cuando U2 anunciaban concierto en España apenas unas horas después de conocerse la noticia de la muerte de su querida compatriota Dolores O’Riordan, solo existía un camino. Tenía que volver a ver a los cuatro miembros de U2 -los únicos- en vivo antes de que fuera demasiado tarde.
Muchas canciones de U2 hablan de disfrutar del momento, de vivir un día hermoso, de no quedarse atascado en lo peor que se te pasa por la cabeza, de seguir buscando lo que no has encontrado… pero antes de que pudiera pararme a pensar de verdad en todo esto, un día tuve 16 años y decidí comprarme un ticket para ver a la banda. No tuve la suerte de que la edad del pavo me pillara con ‘Achtung Baby’, ni mucho menos pude verlos lanzándose al Bernabéu al grito de ‘Where the Streets Have No Name’, pero menos da una piedra. De dónde saqué 5.600 pesetas para comprar aquella entrada es algo que no logro entender, porque en mis recuerdos no tenía dinero ni para desplazarme a Madrid Rock a por ella. ¿Serían semanas y semanas de ahorro de la paga semanal? ¿Años rebuscando monedas debajo del sofá o en el bolsillo de un pantalón? ¿Empecé a trabajar un poco antes de lo que recuerdo? A su vez había ganado lo que hoy se conoce como un «upgrade VIP” en algún tipo de concurso, que pude recoger en la sede de Los 40 Principales de «Gran Vía, 32», tan imponente cuando todavía no sabía que iba a estudiar Periodismo. Me fiaba tan poco de que esa entrada VIP funcionara de verdad como hoy los ganadores de los concursos de este site, y me presenté en el estadio unas mil quinientas horas antes, y por supuesto solo. Si había alguien en mi instituto de extrarradio que quería, podía o se las había apañado para ver el concierto, mis nulas habilidades sociales -que mantengo- me impidieron dar con ella o él. Corría también el mes de septiembre, pues España parece un buen país para terminar giras de verano o montarlas casi en otoño, y esta era al aire libre, en el Vicente Calderón. Gran acontecimiento al que mi padre se refirió como el «mayor espectáculo del mundo» después de haberlo oído en la radio. Sí, hubo tibia recepción para ‘Pop’, y por tanto dificultad para vender todas aquellas decenas de miles de entradas.
Los teloneros de aquel concierto fueron Placebo, bastante conocidos en aquel momento porque ‘Nancy Boy’, con todo el despertar sexual que proponía, había estado en rotación entre los vídeos de Canal+ y en los programas alternativos de la radio. Brian Molko, haciendo alarde de toda su androginia ante 40.000 personas, se preguntó a sí mismo: «¿soy chica? ¿soy chico?», logrando que un 10% de los presentes, aquellos que sintieran que tenían una «sensibilidad especial», nos preguntáramos una cosa o dos. Y después salieron U2, que habían presentado aquel disco con un vídeo en el que se disfrazaban de Village People. Yo adoraba y adoro ‘Discothèque’ y su puesta en escena fue una fiesta, al menos para los que a duras penas habíamos pisado una, e igual con el carnet de otra persona o muy torpemente falsificado. Hicieron la versión acústica que todos sus fans demandaban de ‘Staring at the Sun’, para mí una de las canciones de aquel verano; y deslumbraron con la salida con ‘Mofo’ años antes de que el Urban Dictionary nos revelara la bobada que encerraba su «misterioso» título en verdad. Aquel tour hablaba del consumismo, con una M gigante emulando la de McDonald’s y había un momento deliberadamente kitsch en el que The Edge hacía un karaoke colectivo con una canción random. En otras palabras, había pagado 5.600 pesetas que a duras penas tenía para escuchar ‘Sugar, Sugar’, la que nos tocó, pero yo la canté como el que más, no hubo altercados ni abucheos y no recuerdo ningún sentimiento parecido a la decepción después de meses de hype. Fue muy grande ver a U2 salir de una suerte de «limón» gigante cual bola de espejos en los bises. Me tocó debajo y el interior de la bola estaba recubierto de pulpa y de pepitas de color amarillo ¡A ese detalle había ido tantísima pasta de recaudación!
Salí de allí más que satisfecho ante este glamuroso visionado, gracias también a las canciones escogidas de ‘Pop’ y sus viejos hits; en un arrebato de euforia me compré en un chiringuito ilegal la camiseta más fea y barata y menos discreta que se vendía en todo el distrito de la Arganzuela (pocas veces me atreví a ponérmela), y no sé cómo porque no había móviles ni internet, di con mi padre, que me había ido a buscar en coche, sin haber quedado en ningún lugar particular. Misterios de la era pre-2.0; a veces las cosas pasaban sin más. Visiblemente preocupado por las inquietudes de su hijo menor por mucho, con una insalvable brecha generacional en medio, el hombre me preguntó por el concierto, y barruntándose que mi prohibitiva afición a la música en directo no se iba a marchar a ningún sitio demasiado cercano, años después me preguntó: «Toda esa música (CD’s) que te compras… algún día se revalorizará, ¿verdad?». No sé si quiero recordar lo que pude responder, pero seguro que no fue: «no, papá, el CD de ‘Pop’ no valdrá ni un duro y terminaré pagando 20.000 pesetas por algún concierto, más avión, más alojamiento. Ah, y las tasas y los “gastos de gestión”».
El día siguiente mis amigos me preguntaron si realmente había sido el «mayor espectáculo del mundo», pero yo no tenía manera de saberlo, porque no había conocido hasta entonces nada más que un concierto de Ella baila sola, otro de Ska-P, un trozo de Rocío Jurado en la plaza del pueblo y cosas así. Una amiga, que aún veo en cumpleaños, bodas y Navidades, me espetó: «he visto a Bono en la tele. ¿Qué pasa, que ahora va de bakala?». La culpa fue de una camiseta ceñida, color carne -carne muy musculada-, que el artista jamás se volvería a poner. Había comenzado a abrirse -o yo había comenzado a verlo- un terrorífico mundo en el que cabrían críticas cada vez más destructivas, pero también malas canciones, el nombramiento de Bono como la persona más “uncool” del mundo por la NME, la sensación de que Rockdelux iba a tener razón en su cruzada contra el grupo, Alaska y Nacho diciendo que en el futuro se hablaría más de Sabrina que de U2, el día que me banearon del canal de U2 del IRC por defender ‘Pop’ desde un cibercafé, la invasión de iTunes hasta nuestras cocinas, otros sinsabores y diversos pasos desacertados por su parte o por la mía. Nunca moló mucho ser fan de U2, pero siempre hubo algo en sus canciones, desde ‘I Will Follow’ hasta ‘The Sweetest Thing’, que a algunos nos seguía llenando de orgullo y autoafirmación incluso en el momento más indie de la historia, al que por suerte ya no volveremos más. Lo bueno es que aún aparece la llama de vez en cuando en su discografía reciente, como en ‘Iris’ o en ‘Get Out Of Your Own Way’, de su último álbum, sí, mucho peor que ‘Pop’. Hoy al menos podemos decir que esa magia, la de la unión, el amor y la vida de su gran obra maestra, ‘One’, permanece en su directo. Como dice su letra, ha pasado «una vida», pero… ¿seguro que «no somos los mismos»?