Música

Bill Callahan / Shepherd in a Sheepskin Vest

¿Cuántas veces hay que escuchar un disco para decidir si “es bueno” (léase con un sordo “para ti” acompañando virtualmente a esas dos palabras)? Es muy difícil decirlo. Muy a menudo bastan con dos o tres escuchas, pero otras veces resultan del todo insuficientes para saberlo. Y, sin responder a esa cuestión, emerge otra: ¿hay que insistir? La verdad es que también es muy difícil de decir. No es tan sencillo como cuando se dice que lo mejor es abandonar un libro si no estás conectando con él. Pienso que los discos y las canciones están abiertas a más variantes, al mezclarse en ella varias artes que incluyen música y poesía –a veces también expresión visual–. Y la emoción que pueden llegar a transmitir puede depender mucho de nuestro propio estado de ánimo. O incluso de nuestro estatus social.

Todo esto viene a que el nuevo disco de Bill Callahan, el primero en seis años –triplicando el plazo de dos al que nos había habituado desde que dejó de ser Smog para publicar álbumes con su nombre propio–, es de los más adustos que le recordemos. Y a que, por tanto, no es fácil decidir si ‘Shepherd in a Sheepskin Vest’ es un disco a la notabilísima altura de su trayectoria. ¿Ha valido la pena esta larga espera (por la que agradece la paciencia a sus seguidores en los créditos del disco) desde ‘Dream River’? Lo cierto es que no lo pone nada fácil: 20 canciones, nada menos, que se desarrollan en algo más de una hora de duración y que suponen un regreso a su yo más espartano y lo-fi, predominando los sonidos acústicos con añejas estructuras de folk y blues con un punto alucinado, amén de un ocasional deje jamaicano (que ya enfatizó en la rareza ‘Have Fun With God’) y una especial racanería en lo melódico. Así, a pesar de que su clase y personalidad es innegable en todo el disco, hay que decir que algunos de sus fragmentos (la mayoría van de los dos a los tres minutos y pico) resultan hasta largos de más.

Apenas la primera cara del doble vinilo, sin ser una locura, puede presumir de cierta inmediatez: la sucesión ‘Black Dog on the Beach’, ‘Angela’, ‘The Ballad of the Hulk’, la preciosa ‘Writing’ y ‘Morning is My Godmother’ resulta prometedora y hasta permite el canturreo sin esfuerzo. Pero a partir de ahí ‘Shepherd in a Sheepskin Vest’ se vuelve hosco, quizá por culpa de ese ascetismo estético que aplica aquí el cantautor de Maryland: sus arreglos son tan diversos –baterías de Matt Kinsey y guitarras y bajos de Brian Beattie, habituales de su última etapa; armónica, caja de ritmos, sintes analógicos, banjo, kalimba… tocados por el propio Bill– como puntuales, a veces apenas pinceladas. Solo cortes como ‘747’, ’What Comes After Certainty’, ‘Circles’ o el archiconocido gospel ‘Lonesome Valley’ (por razones evidentes) adquieren entidad propia de canción de una manera rápida. En el resto del disco Callahan lo pone aun menos fácil, haciendo que su voz de barítono suene aparentemente impasible sobre rasgeos y punteos de su guitarra acústica que suenan mecánicos y pesados. Canciones como ‘Young Icarus’, ‘Call Me Anything’, ‘Son of the Sea’ o ‘When We Let Go’ están lejos de brillar en un cancionero con una colección de gemas que, a la vista está, es ya muy difícil de acercarse a igualar. Aún así, cortes como ‘Watch Me Get Married’, ’Released’, ‘Confederate Jasmine’ o ‘Circles’ van sorprendiendo poco a poco.

Sin embargo, ‘Shepherd in a Sheepskin Vest’ cobra más sentido (incluso más de lo que ya era habitual en obras como ‘Apocalypse’ y ‘Sometimes I Wish We Were An Eagle’) cuando uno toca el disco con sus manos, observa las alegóricas ilustraciones de Joanna Skumanich y, sobre todo, lee los versos escritos por Callahan. De hecho, podríamos comparar esta obra con los álbumes de Kate Tempest: sus sonidos adquieren entidad como contenedores de poesía, más que como canciones en sí. Así, “Shepherd” se torna en un trabajo fascinante cuya lectura se hace imprescindible e hilvana su sentido como obra completa ya que, además, sus textos están conectados entre sí (sin llegar a ser un álbum conceptual). Un disco metamusical que es consecuencia de lo que ha acaecido en la vida personal del artista y cómo eso ha influido en su creación: a medio camino de lo literal y lo onírico, y con lo cómico cobrando una importancia inusitada, Bill retrata su feliz relación con la fotógrafa y realizadora Hanly Banks, habla de su matrimonio y su primera paternidad. Y, sobre todo, de cómo esa felicidad personal coincidió, si es que no fue el origen, con el bloqueo de escritor que explica el largo receso en su regular frecuencia discográfica.

Por supuesto, no lo hace de manera literal ni directa. Haciendo gala de un sentido de la irrealidad casi psicodélico –en ‘Watch Me Get Married’, los “bebés brotan de su pecho”– y de gran comicidad –en ‘The Ballad of the Hulk’, tras introducir la canción y “cómo el disco cambiará después de ella”, se compara con Bruce Banner por su capacidad para romper trajes en sus giras; que no por enfadarse, precisamente–, Callahan hilvana figuras –el león como símbolo del cabeza de familia y padre; el pastor y sus ovejas como el autor y sus creaciones; el mar y los marineros como metáfora de (si entendemos bien) el padre que le abandonó en su infancia– que saltan de canción y en canción y van esbozando un retablo del círculo de la vida en el que la muerte es parte fundamental –‘Angela’, ‘Lonesome Valley’–, nutriendo al arte. En ‘Writing’, uno de los momentos más bellos de ‘Shepherd in a Sheepskin Vest’, habla de volver a escribir, de cómo la música es agua cristalina que emerge de su bolígrafo como si bajara de la montaña. “A veces tengo que preguntarme / Dónde se han ido las buenas canciones”, canta. Desde luego, se han vuelto más esquivas, pero no se han ido a ninguna parte. Siguen aquí.

Calificación: 7,8/10
Lo mejor: ‘Angela’, ‘Writing’, ‘What Comes After Certainty’, ‘747’, ‘Circles’, Confederate Jasmine’
Te gustará si te gusta: Cass McCombs, Joanna Newsom, Sun Kil Moon
Escúchalo: Spotify

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Publicado por
Raúl Guillén